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lunes, 12 de junio de 2017


Los Santucos

Tiene la Montaña una nota de misticismo y de reciedumbre, de majeza y de piedad, de despecho y de esperanza, que no recuerdo haber visto, idéntica, en ninguna región de España.
Tal es lo que allí, con frase muy gráfica, muy montañesa, llaman  “Santucos”.
Son estos a manera de capillitas muy  rudas, excesivamente primitivas, de piedra y barro, en el fondo de la cuales hay dibujado, y otras veces en relieve, algún Cristo expirante y mortificado.


En los laterales del "Santuco" -como en las cuevas de las épocas geológicas- el arte popular ha grabado multitud de inscripciones, amorosas unas, devotas otras, románticas las más, que encierran en su fondo, siempre sentimental, un poema de amor, una tragedia de familia, una desgracia popular.
Otras veces, el pincel del pueblo -siempre chispeante y satírico- ha murado graciosas y atrevidas figuras que dicen con más vigor, con más viva plasticidad, la escena, el hecho que se ha querido inmortalizar.
 Un día de lluvia montañesa, caladora y fina, los "Santucos" ofrecen al viandante un cuadro de pintoresco abigarramiento.
Bajo su techado se cobijan la mozuela de mejillas como las manzanas y el zagal de boina encajada y almadreñas chapoteantes;  la recadista que dice versos desarrapados y el carretero que ondula la copleja melancólica; la vieja que lleva en su canasta vituallas para yantar y el campero que empuña la guadaña segadora.


También se encuentra muchas veces, al lado de la chiquillería mal vestida y bullidora, al montañés de raza con bigotes altivos, frente fruncida y mirar indolente; y no es raro observar entre pescadores y gentes de mar, escuálido y reseco, al clérigo bienaventurado de cara redonda, vientre abultado y zancas de alambre.
He observado muchas veces estas capillitas cobíjadoras.
He penetrado dentro de ellas, y siempre encontré algo que hería el corazón, que hacía vibrar el alma; una esperanza perdida o una esperanza que prometía horizontes de azul…
Un día sin sol, de tonos grises, paseaba por entre los prados que constituyen el feudo de uno de los pueblecitos más coquetones que tiene la Montaña.
Eran las inmediaciones de Ruiloba.
La carretera que enlaza a Comillas con Santander deja a este pueblecito, añorador y aristócrata, como a un kilómetro de su serpenteo blanquecino.
Para llegar a él se abren, sobre el tapiz esmeralda de sus prados, misteriosos senderos culebreantes y un camino de polvo rojo flanqueado casi siempre por maizales.


Como al recodo del camino, y casi a la sombra de un pinar que se levanta un poco más lejos, hay un "Santuco" de venerable tradición.
Lo dicen las inscripciones allí grabadas, las pinturas esculpidas, el Cristo mortificado y expirante que abre sus brazos desencajados en el muro central; lo dicen las gentes del pueblo, que sólo penetran en él en casos parecidos al que dio tema a la leyenda.
Por eso, al ver hoy dentro de él a una mujer esbelta, pálida, de perfil cincelado, pero con el ademán triste y lacerante de la estatua del dolor, con un pequeño, como de leche y azucenas, de la mano, no he podido refrenar mi curiosidad y mi afán por lo misterioso; y sin parar mientes en lo que hacía, enderecé mis pasos hacia el "Santuco".
La alfombra de matiz verde que perpetuamente endominga el suelo montañés, prohibió que mis pasos dejaran escapar su eco vacío y que, por tanto, la mujer pálida sintiera mi acercamiento.
Cuando ya estaba como a dos pasos, oí que recitaba, que decía con el alma esta estrofa:

"Tu dolor, Señor, me alienta
en la bárbara agonía de mi tétrico dolor.
¡Tú sufriste por mi amor la más horrible y dura afrenta;
mi vergüenza y desamparo yo las sufro por tu amor!"

La estrofa sagrada, dicha con tanta unción, con una pena y amor tan hondos, hízome retroceder y refrenar mi curiosidad.
No; no debía violar aquella expansión de amargura y de aliento, de resignación y de protesta, de amores muertos y de un amor que revivía…
Porque aquella mujer volcaba su alma, como un ánfora rota, por el cauce doloroso de aquellos versos.
Aquella mujer había amado locamente, y el ave de su amor, lanzando un vuelo por la llanura de plata bruñida del Cantábrico, la había abandonado.
Aquella mujer había amado su espléndida tierra andaluza para seguir a un hombre del Norte, frío, veleidoso, indolente, que mientras sintió en su alma el fuego y la lujuria del paisaje malagueño, la había amado con ímpetus, con violencias, con fatigas, como aman los varones de Andalucía; pero que al llegar a la Montaña con el fruto de sus trabajos y el patrimonio de su mujer, al sentir de nuevo sobre su carne la lluvia caladora, pertinaz, tediosa, que continuamente chorrea el cielo de Cantabria; al respirar el ambiente cargado de tristezas de su pueblecito, al ver su monotonía, su escaso movimiento, su alma se había enfriado, sus ímpetus se habían extinguido, su amor había fracasado.
Ya no le interesaba ni la mujer de ojos profundos, carne florida y alma de ruiseñor, ni el chiquitín de melena rubia, ojillos pillines y lengüita dicharachera del más exquisito sabor andaluz.


Una venda fatal había ocultado a sus ojos la serenidad y belleza de un hogar donde hay mucho pan que yantar, mucho amor que sentir y un hijo precioso por quien mirar.
Un horizonte de intensos colores cárdenos, de lujuriosas floraciones vivas, había venido a suplantar aquellos amores serenos de familia.
Cuando él contaba veinte años, antes de conquistar en Málaga aquella fortuna que poseía y aquella mujer -que era una fortuna inmensamente más valiosa- había trabajado en América, y allí había gustado una vida rota, sin diques, de la más cruda inmoralidad.
Pero aquellos días de placeres mercados fueron breves; manejaba poco dinero, y aquel vivir, para refinarlo más, para darle estabilidad, para sacarle todo el jugo, requería una fortuna.
Y ahora que la tuvo, allá se lanzó, dejando a su mujer y a su chiquitín en el más desolador de los abandonos...
Por eso decía ella en la estrofa sagrada: "Mi vergüenza y desamparo. . . "
¡Su vergüenza! Si. ¡Y qué terrible y qué lacerante y qué irremediable!
En el pueblo era aún casi desconocida; en su casa la maldijeron cuando se decidió a seguir al hombre del Norte, del que ya se había descubierto algunas páginas no tan limpias.
¡Qué vergüenza cuando sus padres, cuando sus hermanos, cuando sus amigas supieran esta decepción…!
¡Su abandono! Sí. ¡Y qué desconcertante y que injurioso!
¿Quién la iba a amparar? Quién iba a administrar sus bienes? ¿Quién a ponerla a salvo de que cualquier otro hombre la codiciara al verla tan hermosa?


Yo encontré a la mujer pálida en el "Santuco".
¿Pero quién la había llevado allí?
¿Por qué visitaba el lugar embrujado, casi taumaturgo, a una hora en que apenas podía ser vista por nadie?
¿Por qué se recataba de cualquiera mirada imprudente que pretendiera seguirla?
Con el aguijón de estas preguntas, mi curiosidad empezó a espolearse de nuevo.
Y pensando que alguien pudiera saciar mi afán de penetrar en el misterio de la mujer pálida, me encaminé hacia el pueblecito.
La tarde, ya plenamente desmayada, iba rodeando de sortilegio mi curiosa aventura.
El sendero acentuaba su quietud. El camino -aun sin un estímulo como el que a mí me llevaba- era de por sí delicioso. Lo hubiera recorrido casi sin sentir si algo no me obligara a hacer alto de repente. Era un hombre que con el acento montañés de la mejor estirpe dióme las buenas tardes.
Pasaba de los setenta años. Pero su fibra debió ser más dura y robusta que la de las cajigas.
Hoy, a pesar de su edad, conservaba mucho de aquella dureza y reciedumbre.


 Pronto encendimos un diálogo confidencial. Mi curiosidad se alborotaba por momentos. . .; y ya  no tuve paciencia para encubrirle el objeto que me había puesto en aquel camino.
El hombre de fibra de roble me miró unos instantes. Después dijo con solemnidad:
Yo he sido quien ha llevado a esa mujer al "Santuco del Infortunío". A esperarla vengo.
¿Le extraña? Escúcheme. Hace veinticinco años, otra mujer tan hermosa y tan digna de ser amada como esa que usted ha visto, quedóse cruelmente abandonada del hombre que la hirió el corazón. A nadie comunicó su tragedia.
Todo el mundo creía -así lo decía ella- que su marido había partido a la Argentina a recoger unos intereses que dejara en la ciudad del Plata, en la que estuvo de jovenzuelo.
Sólo el Cristo mortificado y expirante que está en el "Santuco" sabía su desconsuelo. Allí iba todos los días, y rezaba y lloraba y pedía la vuelta de su traidor.


 Allí vio que un día el Cristo quería mostrársele benigno. Allí, finalmente, supo -dicen que milagrosamente- la arribada del bajel de su amor.
Ese bajel -ya roto y maltrecho- soy yo. Ella -su recuerdo no ha dejado un momento de iluminarme- sobrevivió poco tiempo a tan gozosa efemérides.
Ahora comprenderá usted porque he llevado al "Santuco del Infortunio" a esta mujer abandonada.


¿Y la estrofa sagrada? -me atreví a preguntar al hombre de fibra de roble, después de aquella confesión sincera.
La estrofa sagrada –dijo- la grabó en el "Santuco" la primera mujer abandonada. Hoy la repite otra con la misma fe, con la misma esperanza, con idéntico amor; con ese amor que es todo caridad para con el enemigo, para con el traidor, para con el infiel…
 Y al decir infiel bajó mucho la voz para que la brisa no jugara con esta palabra en los oídos de la mujer pálida que se acercaba...


                                                                           
                                                                              2 de Mayo de 1931
                                                                   J. V. Pérez de Valero




domingo, 24 de mayo de 2015




La visita de Benito


Ruiloba se muestra esparcida por las verdes colinas, no lejos del mar, en terreno ligeramente pedregoso y muy quebrado. Los ricos jándalos, a quienes Jerez, el Puerto y Cádiz dieron dinero abundante, habla ceceosa y maneras un tanto desenvueltas, han poblado de risueñas casitas aquella alegre comarca. No falló entre ellos quien quisiera dejar muestra de su piedad en un convento que aún está sin concluir.


Tolanos en Jerez


El convento de Pando

Los caseríos abundan, y en ellos las casas grandonas, blancas, con holgados balcones verdes y sólidos cortafuegos, a los cuales no falta el pomposo escudo. A la espléndida vegetación montañesa se unen el naranjo y el limonero, y sobre la multitud que llena la plaza en horas de fiesta, destácase un sombrero exótico, una planta de otros climas: el calañés.

Tolanos con ropas del siglo XIX


Los emigrantes se han traído al regreso media Andalucía, y aquel país tiene no sé qué de meridional. Aquel mar que asoma en las curvas de los cerros dejando ver brillantes recortaduras de un azul hermosísimo, parece afectar ¡hipócrita!, en días pacíficos de verano, la serenidad y mansedumbre del Mediterráneo.


Aldea de Pando con Comillas al fondo

El monte de Tramalón remeda las espesuras de Sierra Morena, abrigo de ladrones, y según afirman mis compañeros de viaje, ladrones tuvo, si bien de juguete, gentezuela que antes daba sustos que puñaladas. En las revueltas del camino que baja y sube inquieto, y no sin fatiga, por no encontrar dos varas de terreno llano en que extenderse con desahogo, se alcanza a ver la playa de Luaña, poco há invadida por los bañistas, que han encontrado en aquella placentera soledad establecimiento construido, en gran parte, con las maderas de un buque ruso, escupidas por el mar.


Playa de Luaña y antiguo hotel



Bibliografía:

Memoranda
Cuarenta leguas por Cantabria

Benito Pérez Galdós


lunes, 9 de febrero de 2015



El toque de hambre


     En el Valle de los Laureles, el valle infinitamente bello de Ruiloba, todo oloroso a azahar, a árgomas floridas y a heno segado, hay dos campanucas que tienen siempre un tañido trágico.

     Cuando voltean, rasgando el aire limpio y aromado, corre a través de las camberas y de los senderos un temblor temeroso y hasta el fondo de los hogares campesinos llega el sonido de la angustia. Son estas dos campanas la campana del Remedio y el esquilón del Convento de Carmelitas.


   La primera, empinada sobre el espinazo petreo de un promontorio toca "a galerna" cuando los hombres del mar, los proletarios para los que no tiene entrañas la civilización ni conquistas la democracia, luchan a brazo partido con la muerte. Los labradores corren entonces a la costa con cabos y pértigas para ayudar a los náufragos a ganar el cantil erizado de garras ocultas, mientras las mujeres encienden velas y rezan a la virgencita diminuta y morena.


     La otra campana triste, la del convento, toca a hambre. Las vírgenes del Carmelo desfallecen y se acabó en la fría despensa la última vianda para la diaria colación.


    Una novicia, pálida, espirituada, yace sobre el camastro de tablas, rindiendo toda su juventud en una agonía espantosa. La vieja madre superiora ya asegura que oye la música de los ángeles que han de llevarse el alma de la novicia.

    Y la campana voltea pidiendo un trozo de pan, una taza de caldo, para las hijas de Teresa de Jesús, que se mueren de hambre en el convento del Valle de los Laureles.


Bibliografía:

España, compañero.
Victor de la Serna


martes, 22 de enero de 2013


El antepecho




Los republicanos se hallan parapetados en Fronales y tienen su puesto de avanzada en el Collado, Juntanía y Pando, desde donde paquean a los del Cazón y el Montucu los Espinos; aquí en Ruilobuca nadie se atreve a salir de casa. Todo el mundo está asustado del ruido continuo del tiroteo y los cañonazos; las balas silban por encima de nosotros. Nadie duerme por la noche temiendo verse atacados por unas fuerzas o por otras.

En la madrugada del día de hoy presenciamos un golpe de audacia efectuado por las tropas que ocupan la parte del Poniente. Apenas era de día, vemos por el Dujo y Somalavía como avanzan en el silencio de la mañana varias columnas de hombres y vemos como van escalando las cuestas de Santiago y el Dujo respectivamente hasta llegar a la cúspide en busca del enemigo. Mientras tanto observamos que en la plazoleta del Dujo se hallan varios hombres ocupados en instalar algo que así de pronto no podemos comprender, pero que a medida que pasa el tiempo nos damos cuenta que es un equipo de sanidad que se prepara a desempeñar su cometido. La infantería republicana sorprende al enemigo atacándole en sus mismas trincheras llegando al cuerpo a cuerpo, haciéndole varios muertos y cogiéndoles algunas ametralladoras y fusiles. El combate debe ser terrible, y nosotros embargados por la emoción, tardamos en darnos cuenta de lo que ocurre. Pero pronto la realidad nos muestra todo el horror de esta contienda al ver bajar a los heridos del combate ayudados de sus compañeros. Nunca pudimos sospechar que esta aldea fuese teatro de espectáculo semejante y que imprudentemente contemplamos desde las ventanas de nuestra casa paralizados por lo insólito del acontecimiento. ¡Pobres heridos!. Pobres hijos que, faltos del calor y el cuidado de su madre, agonizan en estos momentos en brazos de sus compañeros. Gritos de agonía se oyen por doquier. Por la cuesta de Santiago se oye uno que debe hallarse gravemente herido y que a voces pide a los compañeros que le den un tiro antes que llegue el enemigo. Llegan varios heridos donde está instalado el equipo quirúrgico, donde son curados y atendidos rápidamente; hay algunos que por venir muy heridos no pueden tenerse en pie y que faltos de camilla o colchón se tienden en el mismo suelo, donde se les hace la cura. Otros, los más, aguantan ésta a pie firme descubriendo sus costados o sus pechos ensangrentados y valerosos vuelven a emprender  la marcha incorporándose a los compañeros que a la voz de mando han emprendido la retirada. ¡Asturianos valientes!. Raza de héroes que, después de regar su sangre por tierras de Vizcaya, combaten en la Montaña con heroísmo sin igual para recluirse luego en Asturias cuyas montañas han de defender piedra por piedra.

En el Dujo siguen curándose los heridos y algo debe faltar en este botiquín de urgencia puesto que el doctor, impotente para remediarlo, golpéa con sus puños desesperadamente en la puerta de José Ansótegui que desgraciadamente no se halla en casa. Todos comprendemos que es un colchón lo que hace falta, pero que nadie le podemos llevar pues reaccionando los facciosos mandan a la aldea una lluvia de balas que es imposible salir de casa. El ejército atacante se retira ordenadamente. Tuvimos que poner colchones en las ventanas, pues la balas caían dentro de las mismas casas. Mis hijos miraban con los ojos agrandados por el terror el desfile de los soldados y el transporte de los heridos. Espectáculo macabro para sus conciencias infantiles. En dos casas del Pomar se hace la cura a dos heridos; las camillas que transportan a estos se ven subir por la Pantorra. Se dice que los llamados “nacionales” tuvieron varios muertos, los republicanos no tuvieron más que uno que ha quedado en Somalavía. Oímos decir que los republicanos han convertido el Convento en un improvisado hospital de sangre. Pronto los cañones de los “nacionales” tratan de localizar este edificio sin conseguirlo, pues todos los obuses estallan en las inmediaciones; los combatientes ocupan las mismas posiciones que el día anterior. 

28 de Agosto de 1937
Mª Luisa Villegas Sánchez


Soldados republicanos de Ruiloba


domingo, 18 de noviembre de 2012



Los muertos y yo…




     Viene siendo perseverante, tenaz –y muy plausible-, la campaña periodística a favor de la repoblación y conservación forestal de España. Y algo se va consiguiendo…

Bien haya ese celo que mantiene ojo avizor la vigilancia pública, pronta a la protesta, al alerta, apenas iniciado o barruntado el movimiento del hacha taladora o simplemente el de las tijeras de podar… Bien haya la campaña, a veces quizá exagerada, pueril, casi quisquillosa; porque, gracias a ella, se han evitado quién sabe cuantas fechorías; no todas –pese a este celo y a todas las exageraciones de las voces de alarma- ; véase a lo que ha quedado reducido el arbolado de la plaza del Progreso, por no citar sino la tala más reciente…

Persistamos, pues, en el loable empeño de propugnar, no solo la conservación, sino la replantación y plantación de árboles en toda España: capitales, villas, aldeas, montes y llanuras. Intensifiquemos la campaña, latente, por fortuna, en las columnas de los periódicos y –queremos creerlo- en el ánimo de gobernantes y autoridades.

Cuando se plantea este problema parece sobreentenderse que se alude exclusivamente a las regiones de la España –yerma, desnuda- de las grandes planicies desoladas, nunca a esas otras regiones ricas por naturaleza en vegetación, como la gran cornisa cantábrica, las serranías pobladas de pinos y de abetos, etc. En Cantabria, por ejemplo, no debiera existir el problema del árbol. Tierra de bosques y de umbrías, donde el árbol nace por generación espontánea, y cuyas condiciones climatológicas hacen de todo el país jardín perenne de magnífica espesura, parece absurdo el tema, fuera  de lugar toda preocupación referente al mismo.

Y, sin embargo…

Se da el caso inaudito de que, mientras nos desvelamos por dotar de árboles y de bosques al yermo, en el privilegiado país de los bosques se ha declarado la guerra al árbol… Y se le tala sañudamente, y se conceptúa poco menos que como signo de cultura y adelanto el despejar –y despojar- de árboles los caseríos, los montes y las aldeas montañeses…

Una hay –sirva de botón de muestra-, bienamada por quien firma este artículo, que cada verano, al llegar los esperados días agosteños, en que se acoge a su gratísimo escondite, le depara invariablemente dolorosas sorpresas, que le producen ganas de llorar…

Van cayendo, año tras año, arbolotes magníficos a golpe de hacha. Hay un recóndito tesón en la manía de talar; una insensata fruición en derribar seculares cajigas, corpulentos nogales; un odio concentrado y secreto a la espesura, a la fronda, al bosque, a la enramada…

Un verano encuéntrome mi huerto –pese a reconvenciones, instrucciones y ruegos formulados al partir- aclarado de “broza y de maleza” –según el podador-, rapado de enredaderas; con un arbusto que iba para árbol, menos… Otro verano aquellas buenas gentes muéstranme ufanas el “corro” –plaza del pueblo y bolera-, que sombreaban espléndidos, copudos, viejísimos nogales, diciendo, ponderativas:

-¡Que hermosa plaza quedó! ¿No ve? Y lo que quedó son unas pobres acacias jovencitas, en
torno a la bolera; unas acacias dignas de Pozuelo, y –a modo de poyetes en que sentarse para ver el partido- los pies anchurosos de los nogales cortados…



Había, contiguo al pueblecito, no ha muchos años, un espléndido bosquecillo, camino del cementerio; un “Helguero” sombroso, atravesando el cual por el senderito, reencarnaba en cualquier mozuca Caperucita… De año en año las helgaduras venían abriendo en el “Helguero” grandes, lamentables calvas. Pero este año -¡buena tarea fué  la del último invierno!- el bosque íntegro completo, fue talado. Aquel lugar de encanto se convirtió en terreno baldío, en helechal abierto, en que los discos de los troncos –blanquecinos, frescos, resinosos aún- a ras de tierra, delatan el desaguisado.




¿Exageré diciendo que el bosque, en su totalidad, desapareció? Quedan dos árboles: dos cajigas supervivientes: la de los muertos y la mía.

Calculad mi emoción cuando supe que tan sólo los difuntos y yo manteníamos en pie el último vestigio de aquel bosque secular… Estaba yo muy lejos de sospechar mi condición de propietario de  nada, cuando se me enteró de que poseía un árbol… Como vecino del lugar, en el sorteo efectuado este año me tocó el único que queda por talar en el Helguero; pues el otro, “el de los muertos” –que tiene una tosca cruz grabada a punta de navaja en su rugosa corteza-, llamado así por la tradicional costumbre de detener ante él el cadáver que se lleva a enterrar, para rezarle un responso, se ha respetado, en gracia a esa piadosa tradición.

Encantado me hallaba en compañía de los difuntos y prometiéndome a mi mismo que mi árbol sería perdurable, imperecedero como el de ellos, cuando -¡inaudita sorpresa, mi gozo en un pozo!- se me notificaba la obligación en que estoy de talarlo, no transcurridos seis meses… De otra suerte, pasará el arbolón a ser de otro vecino que cumpla aquella obligación ineludible…



Ante lo monstruoso y peregrino del caso, envidié el poder de los muertos, cuyo árbol es el único que se libró de la pena de muerte… ¿Para qué se me ha dado este roble? ¿Para que sea yo –casi casi Abraham sacrificando a Isaac- quien haya de talarlo? ¡No en mis días! Puesto que la suerte me lo dio, debiera de ser mío, mío de veras, en propiedad, no de mentirijillas… Semejante sorteo, es así capcioso, inquietante, cruel, como sería el de la Lotería si se obligase al agraciado con el premio gordo a malversar, sin remisión, su importe en medio año, a trueque de hacerlo pasar a otras manos dilapidadoras…

¡Pobre cajiga mía, a la que no puedo salvar del hacha lapidadora! ¿Por virtud de qué absurda ley me hicieron, no tu dueño, sino tu verdugo? ¿Por qué, clamando yo contra el insensato afán de ese talar sin tino, he de participar en una responsabilidad que tengo por muy grave?

Bien se me alcanza, pobre cajiga mía, que carezco del prestigio inmortal de un Pereda, para cantarte e inmortalizarte a ti, como inmortalizara él aquella otra de Polanco, que, hace no más semanas, cobija bajo sus ramas, que lo acarician, el busto de su cantor. Ya lo ves: ni siquiera puedo salvarte la vida, ¡voto a Dios!

Envío: A Manuel Ruiz, amigo querido, en recuerdo de nuestros años de colegio, cuando paseábamos por los montes de Cóbreces –aquel bosque de Cubón, también, ¡ay!, desaparecido-, en las cortezas de cuyos árboles grabábamos los eternos enlaces del nombre de la novia…; a Manuel Ruiz, hoy alcalde de Ruiloba…       



    José D. de Quijano
Blanco y Negro (Madrid)
22 de diciembre de 1929


                                       El último jilguero



Cada uno despide el verano como le viene en gana.  Quien escribe, en este apartado, es un tanto cursi. Dedico la última tarde a guardar en mi mirada, eso que es la memoria, el vuelo de los pájaros en mi jardín norteño. Los pájaros no tienen recuerdos, y cantan atemorizados cuando el sol se acuesta y jubilosos cuando se levanta. Esta tarde última sólo me queda el canto del miedo.

Los jilgueros se divierten volando. Lo hacen como si el aire tuviera olas.  Como los pitorreales. La melancolía del ocaso que cierra las puertas del paraíso agudiza los sentimientos. Por ahí, bajo el andamio primero del aire que hoy ocupan los jilgueros asustados, se han movido los míos, mis seres queridos. Detrás del muro, mirando al oriente, la mies verde de Ruiloba, camino hacia el barrio de la Iglesia. Y en el poniente, el monte de Peñacastillo, púlpito de Ruiseñada, a un paso del Monte Corona, donde el corzo y el jabalí se disputan las sombras de los hayedos. 

Los ánsares de La Rabia, con estos calores, han recibido la visita de los supervivientes del largo vuelo que escapa de los fríos del norte de Rusia.  Muchos de ellos cumplirán su etapa final, que se establece en las dunas y arenales de Doñana. Otros, más cómodos y cautelosos, pasarán el invierno en las rías norteñas, y un buen número de ellos aquí restarán para siempre. Se han callado los golpes secos de los bolos montañeses, el ruido de la encina derribando la frágil firmeza del abedul. Aquellos versos de Pepe Hierro, el inmenso, seco y gran poeta inolvidado: Primero los bolos.  «De pie, sobre la bolera,/ ordenados y panzudos./ Troncos de árboles desnudos/ que esperan la primavera./ Regimiento de madera,/ ¿no oís que la bomba estalla?/ Sin saliros de la raya,/ ¿es que aguardáis a que toque/ su cornetín el emboque/ para entrar en la batalla?».

Y la bola, después.  «La bomba redonda, baja/ de no sé qué avión lejano./ ¿Fue un avión, o fue una mano/ quien la ha lanzado a la caja?/ Al birlar, la bola raja,/ el roble zumba. Resuena/ un xilófono. Se llena/ la tarde de ojos abiertos./ El niño pone los muertos / nuevamente en pie, en la arena».

Anuncian vientos fuertes, nortazos y galernas. Pero yo estoy viendo, en mi tarde de despedida, un cielo repleto de diferentes azules, más fuertes los que vuelan sobre la mar que los estancados entre las montañas. Es lunes de maíz y de heno, de redes y aparejos. Los castaños anuncian con sus enormes erizos de púas verdes que el otoño está a un paso. Bolas de mil espadas que caen cuando el fruto madura.  Se redondea de prepotencia un milano sobre un robledal vencido por los eucaliptos. 

 Los nogales humillan sus ramas por el peso de las nueces, y empiezan las ardillas rojas a subir y bajar por sus troncos desgastados. Mi nogal se muere, pero aún con frutos y con ardillas. Una muerte envidiable.  Así que el último rayo de sol de mi última tarde me deja ver el vuelo de mi último jilguero. Todo se ultima, todo se acaba.  Mañana estallará de nuevo la alegría en mi pequeño reino de cuatro pasos, pero lo hará con la nostalgia de mi ausencia. Pero me doy por afortunado y bendecido por ese Dios que cubre y custodia mi valle de los laureles, desde la casa de Su Madre, la Virgen de los Remedios, que cuida de sus gentes y sus jilgueros.

Alfonso Ussía