Los
muertos y yo…
Viene siendo perseverante, tenaz
–y muy plausible-, la campaña periodística a favor de la repoblación y
conservación forestal de España. Y algo se va consiguiendo…
Bien haya ese
celo que mantiene ojo avizor la vigilancia pública, pronta a la protesta, al
alerta, apenas iniciado o barruntado el movimiento del hacha taladora o
simplemente el de las tijeras de podar… Bien haya la campaña, a veces quizá
exagerada, pueril, casi quisquillosa; porque, gracias a ella, se han evitado quién
sabe cuantas fechorías; no todas –pese a este celo y a todas las exageraciones
de las voces de alarma- ; véase a lo que ha quedado reducido el arbolado de la
plaza del Progreso, por no citar sino la tala más reciente…
Persistamos,
pues, en el loable empeño de propugnar, no solo la conservación, sino la
replantación y plantación de árboles en toda España: capitales, villas, aldeas,
montes y llanuras. Intensifiquemos la campaña, latente, por fortuna, en las
columnas de los periódicos y –queremos creerlo- en el ánimo de gobernantes y
autoridades.
Cuando se
plantea este problema parece sobreentenderse que se alude exclusivamente a las
regiones de la España –yerma, desnuda- de las grandes planicies desoladas,
nunca a esas otras regiones ricas por naturaleza en vegetación, como la gran
cornisa cantábrica, las serranías pobladas de pinos y de abetos, etc. En
Cantabria, por ejemplo, no debiera existir el problema del árbol. Tierra de
bosques y de umbrías, donde el árbol nace por generación espontánea, y cuyas
condiciones climatológicas hacen de todo el país jardín perenne de
magnífica espesura, parece absurdo el tema, fuera de lugar toda preocupación referente al mismo.
Y, sin
embargo…
Se da el caso
inaudito de que, mientras nos desvelamos por dotar de árboles y de bosques al
yermo, en el privilegiado país de los bosques se ha declarado la guerra al
árbol… Y se le tala sañudamente, y se conceptúa poco menos que como signo de
cultura y adelanto el despejar –y despojar- de árboles los caseríos, los montes
y las aldeas montañeses…
Una hay
–sirva de botón de muestra-, bienamada por quien firma este artículo, que cada
verano, al llegar los esperados días agosteños, en que se acoge a su gratísimo
escondite, le depara invariablemente dolorosas sorpresas, que le producen ganas
de llorar…
Van cayendo,
año tras año, arbolotes magníficos a golpe de hacha. Hay un recóndito tesón en
la manía de talar; una insensata fruición en derribar seculares cajigas,
corpulentos nogales; un odio concentrado y secreto a la espesura, a la fronda,
al bosque, a la enramada…
Un verano
encuéntrome mi huerto –pese a reconvenciones, instrucciones y ruegos formulados
al partir- aclarado de “broza y de maleza” –según el podador-, rapado de
enredaderas; con un arbusto que iba para árbol, menos… Otro verano aquellas
buenas gentes muéstranme ufanas el “corro” –plaza del pueblo y bolera-, que
sombreaban espléndidos, copudos, viejísimos nogales, diciendo, ponderativas:
-¡Que hermosa plaza quedó! ¿No
ve? Y lo que quedó son unas pobres acacias jovencitas, en
torno a la bolera; unas acacias
dignas de Pozuelo, y –a modo de poyetes en que sentarse para ver el partido-
los pies anchurosos de los nogales cortados…
Había,
contiguo al pueblecito, no ha muchos años, un espléndido bosquecillo, camino
del cementerio; un “Helguero” sombroso, atravesando el cual por el senderito,
reencarnaba en cualquier mozuca Caperucita… De año en año las helgaduras venían
abriendo en el “Helguero” grandes, lamentables calvas. Pero este año -¡buena
tarea fué la del último invierno!- el
bosque íntegro completo, fue talado. Aquel lugar de encanto se convirtió en
terreno baldío, en helechal abierto, en que los discos de los troncos
–blanquecinos, frescos, resinosos aún- a ras de tierra, delatan el desaguisado.
¿Exageré
diciendo que el bosque, en su totalidad, desapareció? Quedan dos árboles: dos
cajigas supervivientes: la de los muertos y la mía.
Calculad mi
emoción cuando supe que tan sólo los difuntos y yo manteníamos en pie el último
vestigio de aquel bosque secular… Estaba yo muy lejos de sospechar mi condición
de propietario de nada, cuando se me
enteró de que poseía un árbol… Como vecino del lugar, en el sorteo efectuado
este año me tocó el único que queda por talar en el Helguero; pues el otro, “el
de los muertos” –que tiene una tosca cruz grabada a punta de navaja en su
rugosa corteza-, llamado así por la tradicional costumbre de detener ante él el
cadáver que se lleva a enterrar, para rezarle un responso, se ha respetado, en
gracia a esa piadosa tradición.
Encantado me
hallaba en compañía de los difuntos y prometiéndome a mi mismo que mi árbol
sería perdurable, imperecedero como el de ellos, cuando -¡inaudita sorpresa, mi
gozo en un pozo!- se me notificaba la obligación en que estoy de talarlo, no
transcurridos seis meses… De otra suerte, pasará el arbolón a ser de otro
vecino que cumpla aquella obligación ineludible…
Ante lo
monstruoso y peregrino del caso, envidié el poder de los muertos, cuyo árbol es
el único que se libró de la pena de muerte… ¿Para qué se me ha dado este roble?
¿Para que sea yo –casi casi Abraham sacrificando a Isaac- quien haya de
talarlo? ¡No en mis días! Puesto que la suerte me lo dio, debiera de ser mío,
mío de veras, en propiedad, no de mentirijillas… Semejante sorteo, es así
capcioso, inquietante, cruel, como sería el de la Lotería si se obligase al
agraciado con el premio gordo a malversar, sin remisión, su importe en medio
año, a trueque de hacerlo pasar a otras manos dilapidadoras…
¡Pobre cajiga
mía, a la que no puedo salvar del hacha lapidadora! ¿Por virtud de qué absurda
ley me hicieron, no tu dueño, sino tu verdugo? ¿Por qué, clamando yo contra el
insensato afán de ese talar sin tino, he de participar en una responsabilidad
que tengo por muy grave?
Bien se me
alcanza, pobre cajiga mía, que carezco del prestigio inmortal de un Pereda,
para cantarte e inmortalizarte a ti, como inmortalizara él aquella otra de
Polanco, que, hace no más semanas, cobija bajo sus ramas, que lo acarician, el
busto de su cantor. Ya lo ves: ni siquiera puedo salvarte la vida, ¡voto a
Dios!
Envío: A Manuel Ruiz, amigo querido, en recuerdo de nuestros años
de colegio, cuando paseábamos por los montes de Cóbreces –aquel bosque de
Cubón, también, ¡ay!, desaparecido-, en las cortezas de cuyos árboles
grabábamos los eternos enlaces del nombre de la novia…; a Manuel Ruiz, hoy
alcalde de Ruiloba…
José
D. de Quijano
Blanco y Negro (Madrid)
22 de diciembre de 1929
No hay comentarios:
Publicar un comentario