lunes, 12 de junio de 2017


Los Santucos

Tiene la Montaña una nota de misticismo y de reciedumbre, de majeza y de piedad, de despecho y de esperanza, que no recuerdo haber visto, idéntica, en ninguna región de España.
Tal es lo que allí, con frase muy gráfica, muy montañesa, llaman  “Santucos”.
Son estos a manera de capillitas muy  rudas, excesivamente primitivas, de piedra y barro, en el fondo de la cuales hay dibujado, y otras veces en relieve, algún Cristo expirante y mortificado.


En los laterales del "Santuco" -como en las cuevas de las épocas geológicas- el arte popular ha grabado multitud de inscripciones, amorosas unas, devotas otras, románticas las más, que encierran en su fondo, siempre sentimental, un poema de amor, una tragedia de familia, una desgracia popular.
Otras veces, el pincel del pueblo -siempre chispeante y satírico- ha murado graciosas y atrevidas figuras que dicen con más vigor, con más viva plasticidad, la escena, el hecho que se ha querido inmortalizar.
 Un día de lluvia montañesa, caladora y fina, los "Santucos" ofrecen al viandante un cuadro de pintoresco abigarramiento.
Bajo su techado se cobijan la mozuela de mejillas como las manzanas y el zagal de boina encajada y almadreñas chapoteantes;  la recadista que dice versos desarrapados y el carretero que ondula la copleja melancólica; la vieja que lleva en su canasta vituallas para yantar y el campero que empuña la guadaña segadora.


También se encuentra muchas veces, al lado de la chiquillería mal vestida y bullidora, al montañés de raza con bigotes altivos, frente fruncida y mirar indolente; y no es raro observar entre pescadores y gentes de mar, escuálido y reseco, al clérigo bienaventurado de cara redonda, vientre abultado y zancas de alambre.
He observado muchas veces estas capillitas cobíjadoras.
He penetrado dentro de ellas, y siempre encontré algo que hería el corazón, que hacía vibrar el alma; una esperanza perdida o una esperanza que prometía horizontes de azul…
Un día sin sol, de tonos grises, paseaba por entre los prados que constituyen el feudo de uno de los pueblecitos más coquetones que tiene la Montaña.
Eran las inmediaciones de Ruiloba.
La carretera que enlaza a Comillas con Santander deja a este pueblecito, añorador y aristócrata, como a un kilómetro de su serpenteo blanquecino.
Para llegar a él se abren, sobre el tapiz esmeralda de sus prados, misteriosos senderos culebreantes y un camino de polvo rojo flanqueado casi siempre por maizales.


Como al recodo del camino, y casi a la sombra de un pinar que se levanta un poco más lejos, hay un "Santuco" de venerable tradición.
Lo dicen las inscripciones allí grabadas, las pinturas esculpidas, el Cristo mortificado y expirante que abre sus brazos desencajados en el muro central; lo dicen las gentes del pueblo, que sólo penetran en él en casos parecidos al que dio tema a la leyenda.
Por eso, al ver hoy dentro de él a una mujer esbelta, pálida, de perfil cincelado, pero con el ademán triste y lacerante de la estatua del dolor, con un pequeño, como de leche y azucenas, de la mano, no he podido refrenar mi curiosidad y mi afán por lo misterioso; y sin parar mientes en lo que hacía, enderecé mis pasos hacia el "Santuco".
La alfombra de matiz verde que perpetuamente endominga el suelo montañés, prohibió que mis pasos dejaran escapar su eco vacío y que, por tanto, la mujer pálida sintiera mi acercamiento.
Cuando ya estaba como a dos pasos, oí que recitaba, que decía con el alma esta estrofa:

"Tu dolor, Señor, me alienta
en la bárbara agonía de mi tétrico dolor.
¡Tú sufriste por mi amor la más horrible y dura afrenta;
mi vergüenza y desamparo yo las sufro por tu amor!"

La estrofa sagrada, dicha con tanta unción, con una pena y amor tan hondos, hízome retroceder y refrenar mi curiosidad.
No; no debía violar aquella expansión de amargura y de aliento, de resignación y de protesta, de amores muertos y de un amor que revivía…
Porque aquella mujer volcaba su alma, como un ánfora rota, por el cauce doloroso de aquellos versos.
Aquella mujer había amado locamente, y el ave de su amor, lanzando un vuelo por la llanura de plata bruñida del Cantábrico, la había abandonado.
Aquella mujer había amado su espléndida tierra andaluza para seguir a un hombre del Norte, frío, veleidoso, indolente, que mientras sintió en su alma el fuego y la lujuria del paisaje malagueño, la había amado con ímpetus, con violencias, con fatigas, como aman los varones de Andalucía; pero que al llegar a la Montaña con el fruto de sus trabajos y el patrimonio de su mujer, al sentir de nuevo sobre su carne la lluvia caladora, pertinaz, tediosa, que continuamente chorrea el cielo de Cantabria; al respirar el ambiente cargado de tristezas de su pueblecito, al ver su monotonía, su escaso movimiento, su alma se había enfriado, sus ímpetus se habían extinguido, su amor había fracasado.
Ya no le interesaba ni la mujer de ojos profundos, carne florida y alma de ruiseñor, ni el chiquitín de melena rubia, ojillos pillines y lengüita dicharachera del más exquisito sabor andaluz.


Una venda fatal había ocultado a sus ojos la serenidad y belleza de un hogar donde hay mucho pan que yantar, mucho amor que sentir y un hijo precioso por quien mirar.
Un horizonte de intensos colores cárdenos, de lujuriosas floraciones vivas, había venido a suplantar aquellos amores serenos de familia.
Cuando él contaba veinte años, antes de conquistar en Málaga aquella fortuna que poseía y aquella mujer -que era una fortuna inmensamente más valiosa- había trabajado en América, y allí había gustado una vida rota, sin diques, de la más cruda inmoralidad.
Pero aquellos días de placeres mercados fueron breves; manejaba poco dinero, y aquel vivir, para refinarlo más, para darle estabilidad, para sacarle todo el jugo, requería una fortuna.
Y ahora que la tuvo, allá se lanzó, dejando a su mujer y a su chiquitín en el más desolador de los abandonos...
Por eso decía ella en la estrofa sagrada: "Mi vergüenza y desamparo. . . "
¡Su vergüenza! Si. ¡Y qué terrible y qué lacerante y qué irremediable!
En el pueblo era aún casi desconocida; en su casa la maldijeron cuando se decidió a seguir al hombre del Norte, del que ya se había descubierto algunas páginas no tan limpias.
¡Qué vergüenza cuando sus padres, cuando sus hermanos, cuando sus amigas supieran esta decepción…!
¡Su abandono! Sí. ¡Y qué desconcertante y que injurioso!
¿Quién la iba a amparar? Quién iba a administrar sus bienes? ¿Quién a ponerla a salvo de que cualquier otro hombre la codiciara al verla tan hermosa?


Yo encontré a la mujer pálida en el "Santuco".
¿Pero quién la había llevado allí?
¿Por qué visitaba el lugar embrujado, casi taumaturgo, a una hora en que apenas podía ser vista por nadie?
¿Por qué se recataba de cualquiera mirada imprudente que pretendiera seguirla?
Con el aguijón de estas preguntas, mi curiosidad empezó a espolearse de nuevo.
Y pensando que alguien pudiera saciar mi afán de penetrar en el misterio de la mujer pálida, me encaminé hacia el pueblecito.
La tarde, ya plenamente desmayada, iba rodeando de sortilegio mi curiosa aventura.
El sendero acentuaba su quietud. El camino -aun sin un estímulo como el que a mí me llevaba- era de por sí delicioso. Lo hubiera recorrido casi sin sentir si algo no me obligara a hacer alto de repente. Era un hombre que con el acento montañés de la mejor estirpe dióme las buenas tardes.
Pasaba de los setenta años. Pero su fibra debió ser más dura y robusta que la de las cajigas.
Hoy, a pesar de su edad, conservaba mucho de aquella dureza y reciedumbre.


 Pronto encendimos un diálogo confidencial. Mi curiosidad se alborotaba por momentos. . .; y ya  no tuve paciencia para encubrirle el objeto que me había puesto en aquel camino.
El hombre de fibra de roble me miró unos instantes. Después dijo con solemnidad:
Yo he sido quien ha llevado a esa mujer al "Santuco del Infortunío". A esperarla vengo.
¿Le extraña? Escúcheme. Hace veinticinco años, otra mujer tan hermosa y tan digna de ser amada como esa que usted ha visto, quedóse cruelmente abandonada del hombre que la hirió el corazón. A nadie comunicó su tragedia.
Todo el mundo creía -así lo decía ella- que su marido había partido a la Argentina a recoger unos intereses que dejara en la ciudad del Plata, en la que estuvo de jovenzuelo.
Sólo el Cristo mortificado y expirante que está en el "Santuco" sabía su desconsuelo. Allí iba todos los días, y rezaba y lloraba y pedía la vuelta de su traidor.


 Allí vio que un día el Cristo quería mostrársele benigno. Allí, finalmente, supo -dicen que milagrosamente- la arribada del bajel de su amor.
Ese bajel -ya roto y maltrecho- soy yo. Ella -su recuerdo no ha dejado un momento de iluminarme- sobrevivió poco tiempo a tan gozosa efemérides.
Ahora comprenderá usted porque he llevado al "Santuco del Infortunio" a esta mujer abandonada.


¿Y la estrofa sagrada? -me atreví a preguntar al hombre de fibra de roble, después de aquella confesión sincera.
La estrofa sagrada –dijo- la grabó en el "Santuco" la primera mujer abandonada. Hoy la repite otra con la misma fe, con la misma esperanza, con idéntico amor; con ese amor que es todo caridad para con el enemigo, para con el traidor, para con el infiel…
 Y al decir infiel bajó mucho la voz para que la brisa no jugara con esta palabra en los oídos de la mujer pálida que se acercaba...


                                                                           
                                                                              2 de Mayo de 1931
                                                                   J. V. Pérez de Valero




martes, 24 de enero de 2017




Malos humos


Era el siglo XVI, y los europeos acababan de traer algo muy popular en el nuevo mundo: el tabaco. A medida que su uso se extendió por toda Europa, surgieron preguntas acerca de su uso apropiado.
Algunas personas comenzaron a fumar cerca de las iglesias y algunos comenzaron a incomodarse. Esto se convirtió en un problema tan grande que el papa de aquél entonces decidió pronunciarse al respecto.


El papa Urbano VII fue electo el 15 de setiembre de 1590, pero murió tan solo 12 días después, haciendo de su papado el más corto en la historia.
Aún así, se las arregló para intervenir en el debate del tabaco.
Fue así que tomó una drástica decisión: cualquiera que sea sorprendido usando tabaco en los alrededores o dentro de una iglesia, ya sea masticándolo, fumándolo con una pipa, o inhalándolo en forma de polvo por la nariz sería excomulgado.

Juán XXIII, fumándose un cigarrillo

No está claro en qué grado esta prohibición se hizo efectiva. Sin embargo, la prohibición se mantuvo en los libros hasta el siglo XVIII, cuando el Papa Benedicto XIII, finalmente la derogó.

La Iglesia no prohibió fumar en general, tan solo fumar dentro o alrededor de los templos, lo cual probablemente no sea una buena idea. En el contexto apropiado, la Iglesia generalmente aprueba que algunas cosas puedan ser disfrutadas si son usadas con moderación.
En Ruiloba, el día 14 de Septiembre de 1815, en la visita de Fábrica que hizo a la Iglesia de la Asunción el Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Obispo Don Rafael Tomás Menéndez de Luarca, ordenó que se cumpliesen una serie de mandatos generales, pero uno muy en particular.
          
        Y este no era otro que la prohibición de fumar "tabaco de hoja" en las sacristías de las iglesias del pueblo, y en particular la del Barrio de la Iglesia, que decía lo siguiente:


"Habiendo llegado a noticia de su Excelentísima e Ilustrísima que no se suele reparar debiendo repararse, el usar de tabaco de oja en las Sacristías de las Iglesias y como el comer y veber en ellas, manda S.E. sub-pena prestiti juramenti, que ningun Clérigo fume, coma ni beva cosa alguna, ni consientan que otros lo hagan en otras Sacristías, teniendo entendido que el que contraviniese a este mandato será castigado irremisiblemente, sin admitir disculpa alguna pues no la hay ni puede haver para faltar el respeto y reverencia que se debe al lugar sagrado."





miércoles, 9 de noviembre de 2016



                                     Manzanas asadas

La manzana es una fruta pomácea comestible, fruto del manzano doméstico (Malus domestica), otros manzanos (especies del género Malus) o híbridos de aquel.
Un elemento más de la explotación agraria medieval, de considerable importancia en las pequeñas explotaciones de la Alta Edad Media, para al autoconsumo familiar y  la elaboración de la sidra.


Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, pomar o pumar es un sitio, lugar o huerta donde hay árboles frutales, especialmente manzanos.
Los pomares se localizaban en los huertos cercanos a las casas, perdiendo su importancia en la Baja Edad Media en la explotación agraria, siendo sustituidos en Cantabria por el viñedo y el cereal, y en los siglos XVII y XVIII por el cultivo del maíz principalmente.
A mediados del siglo XVIII, el Catastro del Marqués de la Ensenada confirma la existencia de manzaneras o pomares en el pueblo de Ruiloba.

Vista general de Ruiloba desde la mina de Ruilobuca.

Como topónimo, tenemos en Ruilobuca (como no podía ser menos), una calle que hace referencia a estos lugares que responde fielmente a la descripción de los mismos: casas con huertos adyacentes, en los cuales raro era no ver manzanos, entre otros frutales.


Calle del Pomar, en Ruilobuca, con sus casa alineadas rodeadas de huertos.

La oferta actual en tiendas y supermercados de una amplia variedad de manzanas de origen foráneo y a lo largo de todo el año, hace que la plantación de las mismas en nuestros huertos haya ido desapareciendo, y con ello las especies locales propias aclimatadas al estas latitudes: reinetas, repinaldas, de “la verruga”, etc.  
Llegados a este punto, difícil es encontrar en nuestro pueblo plantaciones de frutales (y en concreto manzanos), ya que aquellos huertos que generaban un aporte a una economía de subsistencia, han ido dando paso lamentablemente a jardines y espacios de ocio.
Pero en Ruilobuca (y no digo que no existan otras localizaciones aisladas por el resto del pueblo), todavía queda algún manzano “de los de toda la vida” al cual, como no, hemos hecho una visita para “tomar una muestra”.

Las manzanas de Raquel.

La manzana de la discordia es una referencia a la manzana dorada que, según la mitología griega, la diosa Eris destinó para la más bella en la boda de Peleo y Tetis, encendiendo una disputa entre Hera, Atenea y Afrodita que terminaría llevando a la Guerra de Troya.
Así, la «manzana de la discordia» se convirtió en el eufemismo para el centro, núcleo o quid de un argumento, o para un asunto menor que podía llevar a una gran disputa, como es el caso del ingrediente principal utilizado para nuestra receta.
Por cierto Raquel, solo fueron media docena; ya te las pagaré con un tarro de nueces de San Abagán, para que esto no derive en una batalla.
Un postre muy sencillo de elaborar, donde lo mejor del mismo es el aroma a hogar que dejan en casa y evoca recuerdos de la infancia cuando tu abuela las preparaba.


Cogemos la media docena de manzanas que tomamos prestadas en el Solar, las lavamos, las descorazonamos con cuidado de no llegar al fondo para evitar que se les escape el relleno demasiado pronto y las ponemos con el rabo hacia abajo en la bandeja de cristal donde las vamos a asar, añadiendo un poco de agua y una rama de canela en el fondo del recipiente.


Introducimos un poco de azúcar moreno en el hueco de las manzanas y espolvoreamos por la parte de afuera, regándolas con el mezclado de Málaga Virgen y blanco del Miradorio que nos sobró en la bota el día del Mozucu.
Según el gusto de cada uno, también pueden asarse peladas como en este caso.
Ponemos en el horno a 180ºC durante una hora aproximadamente, y cuando hayan cogido colorcillo, las gratinamos hasta que el azúcar se caramelice y listo.



 Después, apagamos el horno y las dejamos hasta que enfríen. Las sacamos y, o bien las degustamos así directamente rociándolas con el almíbar, o las preparamos a nuestro gusto:

 "Concha". Manzana asada con su almíbar y confitura de cerezas.

"Casasola". Manzana asada con sirope de chocolate y cacahuetes.

 "Ruilobuca". Manzana asada en tulipa de chocolate con castañas asadas, nueces y alquejenjes.


"El Barrio". Manzana asada con frutos secos, mermelada de arándanos y miel.

 "Liandres". Manzana asada con natillas.


"Trasierra". Manzana asada en tulipa de barquillo y confitura de frutas del bosque. 

Los de Pando y Sierra, por esta vez, se quedan sin postre. Como en nuestros huertos queda todavía algún que otro peral, les prepararemos unas peras al vino que en estas aldeas siempre supieron combatir el frío con buenos y saludables remedios. Vigilad pues vuestros perales.







domingo, 10 de abril de 2016






Llampas en salsa verde

Un puñado de este recio y arisco manjar por el que un señorito de fino paladar no daría un euro, podría salirte por un ojo de la cara si te pillan con las manos en la masa; pero es el precio que te arriesgas a pagar si quieres zamparte una cazuelita de llampas en salsa verde, pues difícil va a ser que las encuentres en cualquier pescatería o tienda de mariscos del entorno.

Nuestra ensenada de Fonfría

Por supuesto que si no eres de los que las ha comido alguna vez, va a ser la misma sensación que incarle el diente a la suela de la bota que está amarrada al espino del mirador de Yeyo.

Una muestra de la diversidad de fauna marina

Pero este es un plato de untar con pan,  y cada cuatro untás, trago y cigarro. No os voy a desvelar la receta ni las proporciones, que para eso está internet y el poco que hacer. Igual que si hicieseis unas almejas a la marinera; o molestaros en aprender de la cocinera que tenéis en casa, como he tenido que hacer yo.

Ingredientes naturales

Lo que sí es imprescindible es que todos los ingredientes sean robados, para que de esta manera sepan como los besos que también así se obtienen y, por descontado, con denominación de origen de Ruiloba.
A saber: las llampas de Fonfría arrancadas con hábil giro de muñeca, a las que antes de cocinar tendremos purgando en agua con sal como una hora. La guindilla y el ajo, de la que venimos por la mies de coger las llampas, se las arramplamos a Tomasín de esa “huerta del Turia” que riega con las aguas de la Cigoña; el perejil, de Ruilobuca, se lo cogeremos a Pin el del Obispu que nos lo regalaría de mil amores.

La perejilera de Pin

La harina con la que espesaremos la salsa de trigo, pues no va a ser posible encontrarla de maíz en nuestro pueblo ya que las panojas de Lorenzo en aquel rincón del Alpedre, donde las siembra para que le sirvan de soporte a las alubias, aún no se han plantado.
El pan para mojar la salsa (por descontado, de Trasierra), se lo cogeremos a Honorio que se le han pegado las sábanas y todavía no ha cogido la bolsa que le dejó colgada Amalita en la puerta.

Sin saber como, se colaron los muriones al cesto. 

Y, como no podía ser de otra manera, para darle a este plato picante y de profundo sabor a mar un toque de acidez y aroma de hierbas y frutas frescas, tanto para cocinarlo como para degustarlo utilizaremos un aromático vino blanco, que combina muy bien con este tipo de platos; y que mejor vino que el cosechado aquí, en Ruiloba, por los amigos de la Bodega el Miradorio.
Un vino que si bien no ha sido robado, a mí así me lo parece pues para daros envidia os diré que he tenido la suerte de poder disfrutarlo sin tener que pagarlo. No sufráis, que seguro que el año que viene habrá para todos. 



P.D.

Si tenéis la intención de acercaros a coger unas llampas, no os centréis en no ser interceptados por los que van de verde; vigilad el estado de la mar, no vaya a ser que os ocurra lo que a esta pobre vecina de Ruiloba en el año 1808. Mucho ojo!!!
 






jueves, 19 de noviembre de 2015




Los antiguos lavaderos de Ruiloba



Antiguamente, la gente limpiaba su ropa golpeándola contra rocas y enjuagándola en arroyos. La arena se usaba como un abrasivo para sacar la mugre. El jabón fue descubierto en la colina romana de Sapo, donde las cenizas mezcladas con la grasa de los animales sacrificados resultaron ser buenas para eliminar las manchas. 



Comúnmente es conocida como chafardera aquella persona a la que le gusta ir chismorreando y hablando intimidades del prójimo. Dicho término proviene del catalán safareig (lavadero) y se utiliza desde que antiguamente ese sitio era lugar de reunión de las mujeres que acudían a hacer la colada y aprovechaban para hablar de aquellas personas que no estaban presentes. Hemos de recordar que por entonces no existían las lavadoras y había que acudir a lavar la ropa a los lavaderos públicos habilitados para tal menester.


Del hecho de acudir a ese lugar nació la locución “fer safareig” (hacer la colada)  y como sinónimo “ir a cotillear” y/o hablar de los demás.
La palabra safareig derivó en xafardeig (chafardería) y de ahí a xafardear (chafardear) y xafardero/a (chafardero/a), siendo desde entonces habitual utilizarlas para referirse al acto y la persona que se dedica a hablar de los demás.
Por último, cabe señalar que además en ese lugar (los lavaderos públicos) nacieron otras expresiones muy relacionadas con el tema, como es “lavar los trapos sucios” en relación a contar intimidades de otros y “hay ropa tendida” como modo de avisar que no se puede hablar de según qué cosa delante de una persona determinada o de algún niño que no debe escuchar lo que se dice.


 Los lavaderos públicos fueron, durante los siglos XVIII y XIX, mucho más que un lugar de lavar la ropa. Cada lavadero, que se ubicaba en las aldeas más pobladas de la zona, congregaba cada tarde a decenas de mujeres que acudían cargadas con  cerradas cestas y calderos o baldes a lavar la ropa. La mayoría de ellos fueron construidos en los años mil ochocientos veinte y treinta, una infraestructura que fue un alivio para las espaldas de muchas de esas mujeres que se pasaron media vida frotando con las pastillas de jabón agachadas, en la acequia, o en el río. Sin embargo con la llegada de la lavadora (que aunque se inventó en el año 1901 no llegó a los hogares hasta los años 70), los lavaderos quedaron relegados a un segundo plano. Hoy solo los románticos  acuden a ellos y no para lavar; unos para recordar, otros para tomar contacto con el pasado….; pero nadie niega que fueron verdaderos centros de socialización del mundo rural.



Fuentes y lavaderos eran lugares de interrelación, vinculados a traba­jos femeninos y diurnos. Frecuentados varias veces al día y situados en lu­gares de tránsito, en estos lugares se intercambiaba información sobre com­portamientos de los vecinos.

También esos fueron espacios a propósito pa­ra manifestaciones de violencia, recolocando por estos medios a las casas en la estima comunitaria, ya que: "esta mala voz está ya sazonando el platillo de todos los hogares de Ruiloba y sitios públicos, como fuentes y lava­deros". Así lo afirmaba una ruilobana en 1789. Su marido se encontraba au­sente y ella lamentaba que una de sus vecinas difundiera que ella la adeu­daba maíz y negaba su devolución al acreedor. Los comentarios de este tipo podrían dificultarle el crédito de sus vecinos y menoscabo de la fianza per­sonal que ese capital de estima social podría ofrecer en las tiendas de abas­tecimientos.

Para éste y similares comportamientos, se establecían en las Ordenanzas Municipales una serie de normas de conducta de obligado cumplimiento dentro de dichos espacios, como son las que se indican en esta edición del año 1927, en el capítulo de Salubridad e Higiene:





Eran tiempos de pobreza y miseria, años en los que la mayoría de los habitantes lograban subsistir a base de una pequeña ganadería y una huerta.  Una economía de supervivencia, porque no había lujos ni se pretendían, pero cuando los que vivieron aquellos años los recuerdan, siempre consiguen dejar de lado la vivencia de la falta de todo para, sin embargo, rescatar del recuerdo los momentos compartidos con los vecinos, cuando surgían los comentarios y las bromas y siempre había lugar para la risa. Aquellas tertulias no premeditadas donde no se servía ni café, ni pastas, ni se formaban corrillos en la mesa del salón, son rememoradas con cariño y siempre tenían un escenario común: los lavaderos.

Distribución de los antiguos lavaderos ubicados en el el curso de redes fluviales

Estas construcciones fueron lugar de encuentro de las mujeres y de confidencias íntimas  que la sociedad se negaba a escuchar, hervideros de lo bueno y lo malo, donde además de sacar el negro de la ropa, se  conseguía sacarlo también del alma, en una época donde la pobreza dejaba poco tiempo para el humor. 

Sin embargo no todos los municipios han actuado de la misma forma a la hora de conservar estas muestras de la arquitectura rural. Tenemos que intentar aprovechar todos sus recursos para poder hacerlos monumentos históricos, para el turismo que visite Ruiloba.


Restos del manantial, lavadero y abrevadero del Rior (1), en Ruilobuca. 


Con la estacionalidad, varia el caudal de manera sustancial. El Rior (1) en Ruilobuca.


Boceto de lo que en su día fue con la cubierta.


Hasta la generalización de la red de distribución de agua a las viviendas (que en el medio rural del norte de España sucede muy entrada la segunda mitad del siglo XX) el agua procedente de manantiales, arroyos y ríos era la empleada para el abastecimiento humano, y este uso sucedía en espacios públicos comunitarios que a largo del siglo XIX se van acondicionando para prestar un mejor servicio. Junto a las fuentes y abrevaderos, base del aprovisionamiento humano y animal, se obraron espacios para el lavado de la ropa. La construcción de las nociones de servicio público y obra pública que sucede en España desde los últimos años del siglo XIX y la declaración del suministro de agua como servicio público en los años veinte contribuyeron de manera notable a la edificación de estas instalaciones, que en estos años dejan de ser un pozo descubierto junto al abrevadero para convertirse en edificios con cierta complejidad.

 Pila del lavadero de la casa de la Obra Pía (2), en la aldea de Pando.


Vista general del mismo lavadero.


Acceso tapiado al lavadero, desde el callejón que conduce al de "las monjas".


En las dos últimas décadas del siglo XX se constata un creciente interés por recuperar el patrimonio del mundo rural, del que forman parte estas construcciones.

En ello ha tenido mucha responsabilidad lo manifestado en la Convención de Granada (1985) sobre las nuevas categorías de patrimonio, en concreto la relativo a la arquitectura rural y popular y la extensión del concepto mismo de patrimonio a las construcciones de ingeniería (obras públicas). Una y otra categoría deben ser tenidas en cuenta en el estudio de los abastecimientos de agua a las poblaciones, y en concreto a los lavaderos de ropa, instalaciones con unas características constructivas definidas por su función, y que dan lugar a tipos susceptibles de ser clasificados.

Abertura en el muro del lavadero de la Obra Pía, 
cuyo rebose surte de agua al lavadero de "las monjas".

La labor de identificación y catalogación es señalada por la mayoría de los autores (Ballester 1985; Martínez 1996) como el primer y necesario paso para apoyar la toma de decisiones de los profesionales que deban intervenir sobre cada obra y su ámbito territorial, y también fuente de información para los investigadores. Más aún, la carencia de inventarios aparece como una razón que justifica diferentes comportamientos, como son la débil protección que reciben estas obras de las políticas culturales, el escaso aprecio que por ellas demuestran los ciudadanos, e incluso la destrucción de muchas o la inversión de recursos en las menos importantes, porque al no disponer de información fiable no se puede hacer una selección rigurosa de aquello que realmente merece ser conservado.

Además de lo relativo a formas y tipos constructivos y los materiales empleados, se aprecia la repetición de otras variables que serán tenidas en cuenta. Entre ellas la localización, determinada al menos por dos factores, que son la relativa proximidad a un núcleo de población y la existencia de una fuente de agua (manantial, arroyo). Lo observado hasta la fecha indica que predomina la localización en las afueras de las poblaciones, pero próximos y relativamente bien conectados con el núcleo y sus barrios mediante caminos de distinta categoría; la razón por esta preferencia parece estar en la idea de salubridad, las ordenanzas de los pueblos y juntas vecinales orientaban a que los lavaderos estuviesen en lugares relativamente aislados como forma de prevenir la propagación de enfermedades infecciosas a través del lavado comunitario de las ropas; tarea que era prohibida o reglamentada estrictamente en caso de declaración de alguna epidemia.

Rincón del lavadero ubicado junto al muro sur del Convento de San José (3), en Pando.


Panorámica del lavadero y bebedero.


Normalmente, el agua surte antes al bebedero y su rebose al lavadero.


Los lavaderos, por lo general, constituyen el elemento con mayor entidad física y constructiva del conjunto de los abastecimientos, en especial los que se construyen a partir de los años veinte del siglo pasado. Empezaron siendo depósitos de agua descubiertos mínimamente acondicionados para la tarea que en ellos se realizaba; con el fin de resguardar ese lugar de las inclemencias meteorológicas y de la presencia de ganados se protegieron de distintas maneras.

Lo que empezó siendo un espacio meramente funcional acaba por convertirse en «lugar», un espacio para la sociabilidad femenina, un espacio en el que las construcciones expresan el valor emblemático del agua.

Constructiva y funcionalmente lo determinante en un lavadero es la pila, que recibe nombres variados (poza, pozo, pilón, pileta, cocino, balsa, piedra...) según las zonas geográficas. Una pila es un depósito de agua que se encarga de recibir, contener y evacuar un volumen de caudal, proceso que se desarrolla mediante captaciones, canalizaciones y desagües, por lo general de concepción y construcción sencillas. Los propios depósitos también son construcciones simples y adaptadas a la topografía del terreno, no han originado grandes movimientos de tierras ni infraestructuras costosas, sólo en ocasiones la necesidad de conectarse con una red de distribución lejana (por ejemplo, cuando prescinden del manantial original y se nutren del abastecimiento de la población) ha propiciado obras de mayor envergadura.

 Lavadero de Rupicos en el barrio de Pando (4)


La pila, con la entrada de agua a la izquierda y el rebosadero a la derecha.


Junto al arroyo que lo surte, cerca del molino y la cueva.

Antes de ser una construcción específica con una funcionalidad determinada, los primeros lavaderos fueron la roca natural en las orillas de ríos y arroyos. Esas piedras más convenientes por su disposición y/o forma se empleaban como refregaderos en los que manipular las prendas. Este concepto de piedra de lavar es el primero que se aplica en las construcciones existentes para abastecimiento humano y animal (fuentes y abrevaderos), diferenciando en ellas un espacio para el lavado, consistente en un depósito descubierto delimitado por muretes en el que el elemento que lo define es una piedra de lavar dispuesta con cierta inclinación hacia el interior del depósito. Se percibe que es un elemento añadido por el tipo de material empleado (distinta piedra, ladrillo recubierto de mortero, hormigón) y su puesta en obra, o por cómo se resuelve la circulación del agua, por ejemplo ubicando el lavadero a una cota ligeramente inferior a la del abrevadero para aprovechar la gravedad.

Las pilas pueden clasificarse atendiendo a diferentes criterios. Según la planta, existen de planta cuadrada, rectangular, circular, pentagonal irregular, trapecial y trapezoidal. Las más numerosas son las rectangulares, con dimensiones medias que no sobrepasan los 5m para los lados largos y 3m los lados cortos. Por el contrario, lavaderos de planta cuadrada y circular son menos frecuentes. La planta pentagonal irregular parece corresponderse con un modelo constructivo que se desarrolla en la década de 1950 al menos en una zona geográfica de Cantabria (Lamasón) y también en Asturias (Diego 1992) y Álava (Azkárate 1994). La pila puede estar ubicada a la cota del suelo o elevada sobre el terreno. En el primer caso, que se corresponde con las pilas más antiguas, es el resultado de una excavación y revestimiento del talud con piedra. Las pilas a cota de suelo obligaban a que el lavado se hiciera con el cuerpo en posición agachada o arrodillada, postura incómoda y cansada, de ahí que la elevación de las pozas significase una mejora sustancial de la higiene postural de las personas (mujeres) que lavaban y una mayor efectividad en la tarea.

Antiguo lavadero del barrio de Concha (5).

Puente de acceso al lavadero.

Fuente que se encuentra unos metros río arriba.

Las pilas se presentan exentas o adosadas a uno o más muros, en función de la concepción que se haya planeado para el conjunto de la instalación. Pueden estar adosadas al murete de una fuente o abrevadero contiguo, de los que reciben el agua; a un talud de tierras reforzado; a uno, dos o incluso tres muros o muretes sobre los que se apoya la cubierta que las protege. En función de ello el lavado es posible por uno, dos, tres o los cuatro lados de la poza permitiendo así un mayor o menor número de lavanderas simultáneas.

La escasa capacidad de puestos de lavado motivó en ocasiones las quejas y posterior ampliación del lavadero o la construcción de uno nuevo, como ponen de manifiesto las fuentes documentales.

La pila puede estar construida como depósito único o compartimentado en dos o tres más pequeños separados entres sí por muretes transversales con acanaladuras u orificios para permitir el trasvase de agua. Lo habitual es que sea en dos, dedicando uno (el más cercano a la entrada del agua) para aclarado y el otro para el enjabonado. Menos frecuente es que la pila sean varios depósitos independientes (pequeñas pozas) relacionados entre si mediante el circuito por donde discurre el agua. El elemento singular que poseen las pilas son los refregaderos, la piedra de lavar propiamente dicha, planos inclinados que se materializan en una piedra sobre los que se manipula la ropa, y cuya superficie puede ser lisa o estriada para facilitar el lavado y la eliminación del agua. Es menos frecuente, pero también se han localizado refregaderos que son superficies horizontales. El material de que se han hecho las pilas ha variado a lo largo del tiempo. Las referencias documentales indican que en las primeras se utilizó la madera, al igual que en los abrevaderos, pero no se ha localizado ningún resto. El material más efectivo y duradero ha sido la piedra, trabajada en sillares o mampostería de grandes dimensiones, amalgamados con mortero de cal y de cemento, según las épocas. El uso de la piedra en seco es frecuente en las zonas donde la tradición de la cantería se ha mantenido desde siglos pasados.

Paraje donde bajo escombros permanecen los restos del lavadero del Barrio de la Iglesia (6)


 Restos de paredes del acceso al lavadero.


Entrada de las aguas del arroyo de la Agüera al lavadero, 
que metros más abajo se unían a las de la Cigoña. 


A partir de la mitad del siglo XX la piedra deja paso a pilas hechas de pequeño mampuesto o ladrillo revestido con mortero de cemento, y de hormigón en masa. Es raro el uso de ladrillo visto, a pesar de la relación de este material con las construcciones vinculadas con el agua. Producto de reparaciones poco afortunadas es la introducción reciente de materiales como losas de granito, mármol, piedra artificial, gres cerámico, entre otros, o simplemente sucesivos revestimientos con capas de mortero de cemento para sellar grietas o pérdida de material.

El depósito recibe caudal de alguna fuente de agua, por lo general un afloramiento de manantial, pero también puede ser alimentado por un curso de agua superficial. El emplazamiento en la proximidad de la fuente de agua es una variable muy repetida en estos abastecimientos antiguos, cuando se seca el manantial o muda la surgencia el conjunto construido es trasladado hasta la nueva situación. En los lavaderos actuales, unas veces se sigue alimentado del manantial y otras se ha enganchado a la moderna red de distribución de la población. En otros casos se ha mantenido el conjunto edificado pero sin agua.

Es frecuente que el caudal llegue al lavadero en último lugar, después de pasar por la fuente y el abrevadero. Es la situación más común entre los lavaderos más antiguos, que se construían a continuación del abrevadero; el lavado de la ropa ensuciaba el agua (ya no podía ser consumida por personas ni animales) y por eso este era el último uso del ciclo.





Bajando de Trasierra a la playa de Luaña, a mano derecha y perdidos entre maleza y bajo montón de escombros, descansan para siempre los restos de otro desaparecido lavadero. 

Aunque la posición del lavadero no fuese contigua al abrevadero el modo en que se organizaba la circulación del agua relegaba la tarea del lavado siempre al final, o la independizaba. El modo habitual en que se producía el trasvase del caudal era en lámina libre y por gravedad, mediante pequeñas canalizaciones descubiertas (surcos excavados en el suelo y mínimamente revestidos) o tuberías (de plomo, pvc, fibrocemento) alojadas en pequeños canales cubiertos. En contadas ocasiones el agua ingresa en el lavadero por el fondo de la pila, situada directamente sobre el afloramiento.

Una vez usada, el agua es evacuada. Las pilas de los lavaderos disponen para ello de sistemas de desagüe. Con frecuencia consistían en un desagüe de fondo (que se taponaba con telas o esparto para el llenado de la pila y se liberaba para la limpieza anual de la misma) y un rebosadero en la parte superior de uno de los muros. Después se ha añadido un desagüe de medio fondo para facilitar el llenado parcial de la pila y también el desagüe. Una vez fuera de la pila el agua discurría libremente por el terreno.


                 ... y los nuevos lavaderos.

Con la construcción de la red de saneamiento en las zonas rurales se han conducido estos caudales eliminados para ser evacuados a través de ella.

El recinto del lavadero (la pila y el espacio en torno a ella generado) podía protegerse de varias maneras, la más frecuente mediante la cubrición del conjunto.

No es posible precisar con exactitud en qué momento se cubren los lavaderos ya existentes, pero no parece ser antes de las dos primeras décadas del siglo XX. En cambio, los construidos a partir de los años cuarenta ya se proyectaban y ejecutaban con cubierta.

Ubicación de los lavaderos más recientemente construidos.


Cubrirse era solo un modo de proteger el lavadero, pero se han registrado otros, por ejemplo rodearse de un muro de mayor o menor altura que permitía el resguardo de los vientos dominantes y también de los animales que acudían al abrevadero contiguo. En cualquier caso los lavaderos con cubierta se convierten en el icono del espacio de lavado, porque da lugar a una instalación mucho más destacada y visible, además de confortable para desarrollar las tareas de limpieza.

Al trabajo del arquitecto Ángel Hernández Morales, quien entre 1940 y 1975 trabajó para la Diputación de Cantabria, se deben los lavaderos de los diferentes barrios de Ruiloba, que contienen las claves más reconocidas de la obra de este profesional, como son el tratamiento de los volúmenes, los materiales y en especial la cubierta, que consiste en una delgada losa de hormigón dispuesta con un quiebro; es innovador también el tratamiento de los muros calados con ventanas fijas formadas por pequeños marcos ejecutados con mortero armado y cristal, lo que proporciona luminosidad al interior. El juego de los planos de cubierta y el uso de la luz contrastan vivamente con los habituales muros ciegos y cubierta de teja árabe a dos aguas comúnmente empleados en este tipo de edificio y en esta región.

Con la paulatina instauración también de las redes públicas que abastecían de agua potable a los domicilios, y una vez que dejaron de tener la utilidad para la que fueron creados, la mayoría de los lavaderos en uso que existían en Ruiloba fueron recientemente reformados y habilitados para distintos usos del Consistorio, como almacenes o centros de ocio conservando, eso si, su utilidad como fuentes públicas.

Ruilobuca

                                Fachada sur del lavadero de Ruilobuca (1), ya reformado.


 Parte posterior, donde existía un bebedero ya eliminado.


La fuente del lavadero en los años 60.


Pando

 Lavadero de Pando (2), después de su reforma.

 Centro de actividades y local de telecomunicaciones.

Aspecto original del lavadero.

Concha


El de Concha (3), el único que conserva la apariencia original.

 La pila con sus dos espacios (lavado y aclarado), y el muro para depositar la ropa.

Fuente, y a su lado dispositivo que impide el paso al ganado.

Casasola

Fachada oeste (con la fuente y el bebedero) del lavadero de Casasola (4)

 Fachada norte. La entrada se sitúa en la fachada del mediodía.

          Sierra

 Lavadero de Sierra (5), una vez reformado.


 Detalle de la fuente.


Tejado a dos aguas y cierre de huecos y ventanales.

          Trasierra

 Lavadero de Trasierra (6), actualmente para usos múltiples.


 Fachadas sur y este.


El edificio carece de bebedero y fuente.


Barrio de la Iglesia

 Antiguo matadero, posteriormente lavadero del Barrio (7), y actualmente almacén de obras.


 Fuente pública del lavadero.


Conjunto de fuente y bebedero.

La funcionalidad parece ser el valor más ponderado en los lavaderos. Por ello al abandonarse la labor allí realizada (el lavado manual de la ropa) desaparece el interés por este lugar. Pero no tiene porque ser así, son construcciones que atesoran más interés que el de su función, expresan también una forma de construir o un valor simbólico que aún permanece en la memoria colectiva de las gentes, no en vano funcionaron como espacios privilegiados para la sociabilidad de la población femenina rural. Ser consciente de su significado y potencialidad permitirá recuperar sus valores, lo que muchas veces implicará recuperar el hecho físico del lavadero y esto debería hacerse respetando el concepto, las formas y el espacio en torno a él generado.

Recuperar estas obras significa recuperar las señas de identidad del grupo humano que les dio sentido. Por ello las tareas de conservación y/o rehabilitación deben ser rigurosas y planeadas por profesionales, es el único modo de evitar las actuaciones bienintencionadas pero desafortunadas que con la única premisa de consolidar lo construido introducen materiales, tipos y formas que poco tienen que ver con las buenas prácticas de la rehabilitación.







Bibliografía:

Blog Alfred López 
Tomás Sánchez San Emeterio,  natural de Argoños.

M. Ruiz-Bedia, P. Morante Diaz y C. Ruiz Pardo (Formas y tipos constructivos de lavaderos públicos, 1880-1950)

Referencias: 
Azkárate, A; Palacios, V. 1994. Arquitectura hidráulica en el valle de Cuartango. Álava
Ballester, J.M. 1985. «Las obras públicas: una nueva dimensión del patrimonio» Los Cuadernos de Cauce 2000. 9: 1-12
Berrocal, A. et al. 2011. Patrimonio rural disperso. Madrid: FMA 
Bestué, I; González – Tascón,  I. 2006. Breve guía del patrimonio hidráulico de Andalucía. Sevilla: Agencia Andaluza del Agua
Catalán Monzón, F. 2005. Fuentes de Málaga. Sus aguas, las ciencias y sus cosas. Málaga: Diputación
Diego García, J.A. 1992. Fuentes y lavaderos de Gijón. Gijón
Martínez Vázquez de Parga, R. 1996. «Las obras públicas, un patrimonio poco valorado» OP. 38: 86-89
Matés Barco, J.M. 1998. Cambio institucional y servicios municipales. Una historia del servicio público de abastecimiento de agua. Granada: Editorial Comares
Medianero, J.M. 1997. «Notas y apuntes sobre los lavaderos públicos de la Sierra de Aracena» XII Jornadas del Patrimonio de la Sierra de Aracena. 455-483
Medianero, J.M. 2003. Fuentes y lavaderos en la sierra de Huelva. Huelva: Diputación
Pérez Bustamante, R; Baró Pazos, J. 1988. El gobierno y la administración de los pueblos de Cantabria. Santander: Institución Cultural de Cantabria
Pérez Sánchez, J.L; Campuzano Ruiz, E; Martínez Ruiz, E. 1995. Catálogo monumental de Reinosa. Reinosa: Ayuntamiento
Remolina, J.M. 2011. Pautas para la interpretación de la arquitectura de Ángel Hernández Morales (1911-2008). Santander: CEM

Ruiz-Bedia, M. et al 2010. «Catálogo del patrimonio industrial y de las obras públicas del valle del Nansa» en Programa Patrimonio y Territorio. Valle del Nansa. Santander: Fundación Marcelino Botín.