lunes, 12 de junio de 2017


Los Santucos

Tiene la Montaña una nota de misticismo y de reciedumbre, de majeza y de piedad, de despecho y de esperanza, que no recuerdo haber visto, idéntica, en ninguna región de España.
Tal es lo que allí, con frase muy gráfica, muy montañesa, llaman  “Santucos”.
Son estos a manera de capillitas muy  rudas, excesivamente primitivas, de piedra y barro, en el fondo de la cuales hay dibujado, y otras veces en relieve, algún Cristo expirante y mortificado.


En los laterales del "Santuco" -como en las cuevas de las épocas geológicas- el arte popular ha grabado multitud de inscripciones, amorosas unas, devotas otras, románticas las más, que encierran en su fondo, siempre sentimental, un poema de amor, una tragedia de familia, una desgracia popular.
Otras veces, el pincel del pueblo -siempre chispeante y satírico- ha murado graciosas y atrevidas figuras que dicen con más vigor, con más viva plasticidad, la escena, el hecho que se ha querido inmortalizar.
 Un día de lluvia montañesa, caladora y fina, los "Santucos" ofrecen al viandante un cuadro de pintoresco abigarramiento.
Bajo su techado se cobijan la mozuela de mejillas como las manzanas y el zagal de boina encajada y almadreñas chapoteantes;  la recadista que dice versos desarrapados y el carretero que ondula la copleja melancólica; la vieja que lleva en su canasta vituallas para yantar y el campero que empuña la guadaña segadora.


También se encuentra muchas veces, al lado de la chiquillería mal vestida y bullidora, al montañés de raza con bigotes altivos, frente fruncida y mirar indolente; y no es raro observar entre pescadores y gentes de mar, escuálido y reseco, al clérigo bienaventurado de cara redonda, vientre abultado y zancas de alambre.
He observado muchas veces estas capillitas cobíjadoras.
He penetrado dentro de ellas, y siempre encontré algo que hería el corazón, que hacía vibrar el alma; una esperanza perdida o una esperanza que prometía horizontes de azul…
Un día sin sol, de tonos grises, paseaba por entre los prados que constituyen el feudo de uno de los pueblecitos más coquetones que tiene la Montaña.
Eran las inmediaciones de Ruiloba.
La carretera que enlaza a Comillas con Santander deja a este pueblecito, añorador y aristócrata, como a un kilómetro de su serpenteo blanquecino.
Para llegar a él se abren, sobre el tapiz esmeralda de sus prados, misteriosos senderos culebreantes y un camino de polvo rojo flanqueado casi siempre por maizales.


Como al recodo del camino, y casi a la sombra de un pinar que se levanta un poco más lejos, hay un "Santuco" de venerable tradición.
Lo dicen las inscripciones allí grabadas, las pinturas esculpidas, el Cristo mortificado y expirante que abre sus brazos desencajados en el muro central; lo dicen las gentes del pueblo, que sólo penetran en él en casos parecidos al que dio tema a la leyenda.
Por eso, al ver hoy dentro de él a una mujer esbelta, pálida, de perfil cincelado, pero con el ademán triste y lacerante de la estatua del dolor, con un pequeño, como de leche y azucenas, de la mano, no he podido refrenar mi curiosidad y mi afán por lo misterioso; y sin parar mientes en lo que hacía, enderecé mis pasos hacia el "Santuco".
La alfombra de matiz verde que perpetuamente endominga el suelo montañés, prohibió que mis pasos dejaran escapar su eco vacío y que, por tanto, la mujer pálida sintiera mi acercamiento.
Cuando ya estaba como a dos pasos, oí que recitaba, que decía con el alma esta estrofa:

"Tu dolor, Señor, me alienta
en la bárbara agonía de mi tétrico dolor.
¡Tú sufriste por mi amor la más horrible y dura afrenta;
mi vergüenza y desamparo yo las sufro por tu amor!"

La estrofa sagrada, dicha con tanta unción, con una pena y amor tan hondos, hízome retroceder y refrenar mi curiosidad.
No; no debía violar aquella expansión de amargura y de aliento, de resignación y de protesta, de amores muertos y de un amor que revivía…
Porque aquella mujer volcaba su alma, como un ánfora rota, por el cauce doloroso de aquellos versos.
Aquella mujer había amado locamente, y el ave de su amor, lanzando un vuelo por la llanura de plata bruñida del Cantábrico, la había abandonado.
Aquella mujer había amado su espléndida tierra andaluza para seguir a un hombre del Norte, frío, veleidoso, indolente, que mientras sintió en su alma el fuego y la lujuria del paisaje malagueño, la había amado con ímpetus, con violencias, con fatigas, como aman los varones de Andalucía; pero que al llegar a la Montaña con el fruto de sus trabajos y el patrimonio de su mujer, al sentir de nuevo sobre su carne la lluvia caladora, pertinaz, tediosa, que continuamente chorrea el cielo de Cantabria; al respirar el ambiente cargado de tristezas de su pueblecito, al ver su monotonía, su escaso movimiento, su alma se había enfriado, sus ímpetus se habían extinguido, su amor había fracasado.
Ya no le interesaba ni la mujer de ojos profundos, carne florida y alma de ruiseñor, ni el chiquitín de melena rubia, ojillos pillines y lengüita dicharachera del más exquisito sabor andaluz.


Una venda fatal había ocultado a sus ojos la serenidad y belleza de un hogar donde hay mucho pan que yantar, mucho amor que sentir y un hijo precioso por quien mirar.
Un horizonte de intensos colores cárdenos, de lujuriosas floraciones vivas, había venido a suplantar aquellos amores serenos de familia.
Cuando él contaba veinte años, antes de conquistar en Málaga aquella fortuna que poseía y aquella mujer -que era una fortuna inmensamente más valiosa- había trabajado en América, y allí había gustado una vida rota, sin diques, de la más cruda inmoralidad.
Pero aquellos días de placeres mercados fueron breves; manejaba poco dinero, y aquel vivir, para refinarlo más, para darle estabilidad, para sacarle todo el jugo, requería una fortuna.
Y ahora que la tuvo, allá se lanzó, dejando a su mujer y a su chiquitín en el más desolador de los abandonos...
Por eso decía ella en la estrofa sagrada: "Mi vergüenza y desamparo. . . "
¡Su vergüenza! Si. ¡Y qué terrible y qué lacerante y qué irremediable!
En el pueblo era aún casi desconocida; en su casa la maldijeron cuando se decidió a seguir al hombre del Norte, del que ya se había descubierto algunas páginas no tan limpias.
¡Qué vergüenza cuando sus padres, cuando sus hermanos, cuando sus amigas supieran esta decepción…!
¡Su abandono! Sí. ¡Y qué desconcertante y que injurioso!
¿Quién la iba a amparar? Quién iba a administrar sus bienes? ¿Quién a ponerla a salvo de que cualquier otro hombre la codiciara al verla tan hermosa?


Yo encontré a la mujer pálida en el "Santuco".
¿Pero quién la había llevado allí?
¿Por qué visitaba el lugar embrujado, casi taumaturgo, a una hora en que apenas podía ser vista por nadie?
¿Por qué se recataba de cualquiera mirada imprudente que pretendiera seguirla?
Con el aguijón de estas preguntas, mi curiosidad empezó a espolearse de nuevo.
Y pensando que alguien pudiera saciar mi afán de penetrar en el misterio de la mujer pálida, me encaminé hacia el pueblecito.
La tarde, ya plenamente desmayada, iba rodeando de sortilegio mi curiosa aventura.
El sendero acentuaba su quietud. El camino -aun sin un estímulo como el que a mí me llevaba- era de por sí delicioso. Lo hubiera recorrido casi sin sentir si algo no me obligara a hacer alto de repente. Era un hombre que con el acento montañés de la mejor estirpe dióme las buenas tardes.
Pasaba de los setenta años. Pero su fibra debió ser más dura y robusta que la de las cajigas.
Hoy, a pesar de su edad, conservaba mucho de aquella dureza y reciedumbre.


 Pronto encendimos un diálogo confidencial. Mi curiosidad se alborotaba por momentos. . .; y ya  no tuve paciencia para encubrirle el objeto que me había puesto en aquel camino.
El hombre de fibra de roble me miró unos instantes. Después dijo con solemnidad:
Yo he sido quien ha llevado a esa mujer al "Santuco del Infortunío". A esperarla vengo.
¿Le extraña? Escúcheme. Hace veinticinco años, otra mujer tan hermosa y tan digna de ser amada como esa que usted ha visto, quedóse cruelmente abandonada del hombre que la hirió el corazón. A nadie comunicó su tragedia.
Todo el mundo creía -así lo decía ella- que su marido había partido a la Argentina a recoger unos intereses que dejara en la ciudad del Plata, en la que estuvo de jovenzuelo.
Sólo el Cristo mortificado y expirante que está en el "Santuco" sabía su desconsuelo. Allí iba todos los días, y rezaba y lloraba y pedía la vuelta de su traidor.


 Allí vio que un día el Cristo quería mostrársele benigno. Allí, finalmente, supo -dicen que milagrosamente- la arribada del bajel de su amor.
Ese bajel -ya roto y maltrecho- soy yo. Ella -su recuerdo no ha dejado un momento de iluminarme- sobrevivió poco tiempo a tan gozosa efemérides.
Ahora comprenderá usted porque he llevado al "Santuco del Infortunio" a esta mujer abandonada.


¿Y la estrofa sagrada? -me atreví a preguntar al hombre de fibra de roble, después de aquella confesión sincera.
La estrofa sagrada –dijo- la grabó en el "Santuco" la primera mujer abandonada. Hoy la repite otra con la misma fe, con la misma esperanza, con idéntico amor; con ese amor que es todo caridad para con el enemigo, para con el traidor, para con el infiel…
 Y al decir infiel bajó mucho la voz para que la brisa no jugara con esta palabra en los oídos de la mujer pálida que se acercaba...


                                                                           
                                                                              2 de Mayo de 1931
                                                                   J. V. Pérez de Valero