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miércoles, 28 de enero de 2015





Albarcas cántabras

El hombre, para defender sus pies de la escabrosidad del terreno, por resguardarlos de la humedad y suciedad, recurrió a los zapatos construidos en diversas formas y variados materiales.

En los viejos reinos de Cataluña, Galicia y Asturias, en las provincias de León y Cantabria, los hombres apelaron al elemento más abundante: la madera, y, verdaderos artífices, lograron dar acabado a una expresión que de historia, y por los nuevos tiempos se ha convertido en folklore.

Espots catalanes y zuecos gallegos; galochas y almadreñas leonesas; madreñes astures y albarcas de Cantabria. Nos vamos a referir a estas últimas.

Albarcas de Amado Gómez (Carmona) y utensilios para su fabricación

Cantarinas impenitentes por nuestras aldeas; enraberadas a las puertas de las escuelas y en el atrio de las iglesias. Rabisalseras en los bailes bajo las robledas, donde un Pepe el Trun, de Ruente, las hacía danzar al compás del periquín o un Ico el Portalau el día del Mozucu, en la bolera de la Hayuela. 

Pocos tolanos habrán portado albarcas con más gracia.

Correndonas como las de Luis Bustara, el pitero de Cos, que triscaron por las Ramblas barcelonesas en singular apuesta.

Místicas, enlutadas de brillante negro, como las estilizadas de mozas y beatas, peregrinas muchas veces, aquellas, a cien lugares casamenteros; remedando las pías en su acompasado sonido el eco de mil jaculatorias de embebidas novenas, frecuentes triduos e interminables despedidas a la salida de mil y un rosarios.

Ribereñas de fortuna de los pescadores furtivos; “remilgás” del mozo rondador y “posás” de los viejos que aún hacen equilibrios de la taberna al hogar. Atrayendo siempre la curiosidad extraña, como en un festival galés, donde una frase interrogatoria generalizada: “¿From Holland?”, es respondida por un montañés con todo su orgullo nativo: “From Spain. Only.”

El escritor cántabro Manuel Llano, en su obra Brañaflor (1931), dejó plasmada la variedad de tipos de Albarcas en Cantabria: "Albarcas negras, de cura rural, que brillan en el pórtico, en la ringlera de la feligresía; feligresía demócrata en que los tarugos del labrador infeliz ocupan la misma losa que los del terrateniente acaudalado, de repletos desvanes. Albarcas de señorita remilgada, también negras, de líneas más suaves, más ligeras, más brillantes. Albarcas blandas, sin la color de la alisa, sencillas, pulcras, de hidalgo. Albarcas tostadas, de mozo roncero. Albarcas recias, de pastor. Albarcas con argolla y remiendos de lata en las hendiduras. Albarcas de mozas, con bordados y tarugo leve y motas, a manera de recosido gentil.

Distintos modelos de decoración en la capilla de las albarcas: 
a) Riclones (Rionansa) b) Sarceda (Rionansa)
 c y d) Entrambasaguas (Campóo de Suso) e y f) Carmona

Industria y arte peregrino que tiene poesía, que tiene espíritu y colores y brotes negro de ingenio y características maravillosas de la habilidad campesina... ¡Albarcas pulidas de los mozos de Brañaflor, tan pintadas, tan señoras!"

El sonoro “tras-tras” va desapareciendo de las aldeas cántabras; quedan muestras, como las “piconas” campurrianas, las esbeltas del Real Valle de Iguña, las sobrias Carmoniegas. Quedaban artistas desperdigados por la Lomba, Cos, los Llares, Carrejo, Rioseco, Carmona…

Distintos modelos de albarcas:
a) Del garbanzo (Lebaniegas) b) Mochas o pastoras (Campurrianas)
 c) Piconas (Campurrianas) d) De pico de cuervo (Campurrianas)
 e) Mochas de clavo ( Campurrianas) f) De pico (Carmoniegas)

Encontramos uno en Valle de Cabuérniga; por la plaza de la Unión adelante, en la calle del Ricote, vivía Florencio Serdio Fernández, “nacíu y reconocíu” en Carmona. Forzosamente se respetaron algunos pasajes de sus explicaciones el popular dialecto original; en otros, y fueron los más, se tradujeron para hacer más comprensible la ciencia de la construcción de un par de albarcas.

“Pa jacelas”, lo primero (decía Florencio) era la madera: salce, abedul, nogal, alisa, “jaya” y algo el castaño. La más utilizada, la de “jaya”.

Albarcas en sus distintas fases y, a la izquierda, la "rebollá".

Explicó después que la corta se hacía en día bueno natural, pero teniendo en cuenta la luna, para que no se “montee”. Así, el haya sería cortada en la menguante de septiembre; la alisa en la creciente de mayo. ¿El abedul? En cualquiera.

Instrumentos de albarquero: a) Legra b) Gubia c) Compás
d) Barrenas e) Azuela f) Resoria g) Cuchillos h) Hacha

Convertidos los troncos en grandes tacos, aquellos en los que coincida, y procurarán evitarlo, la “caña” o corazón del árbol serán tratados con “calostros” (primera leche de la vaca después del parto) y quemados en ese punto precisamente, para evitar que se “jienda” o abra.

Y al socaire del portalón instala su “fábrica” el albarquero, en colaboración con las siguientes herramientas: hachas, azuelas, barrenos grandes, legras, rasorias, cuchillos. Como elementos indispensables, la “rebolla” o gran tocho de madera que le sirve a manera de yunque o “tajandiro”; el “taller”, sencillo utensilio de vigas cortas de madera adosado a la pared, y sus rodillas, sobre las que realizaba los trabajos más delicados.

Herramientas para la construcción de albarcas (Colección propia)

Florencio efectuaba, para nuestra curiosidad, todas las operaciones necesarias para construir una albarca, mientras facilitaba las correspondientes orientaciones, que extractamos y tradujimos a continuación:

1.- Aponer de jacha: Elegido el trozo de madera y colocado sobre la “rebolla”, se le da forma basta a golpes de hacha, quedando marcadas sus principales partes, operación que se efectúa utilizando el “ojímetro”.

El hacha va perfilando las primeras partes de la albarca en el tocho de madera.

2.- Azolar: Consiste en, mediante acertados golpes de “zuela”, ir desbastando la forma lograda en la primera operación. Tiene misterio, que se reduce a poseer un buen pulso y dar los golpes “asentaos”. Todavía burdamente, ya son reconocibles las diferentes partes: “calcaño” o trasera; “pico” o delantera; “pies”, o soportes para los “tarugos”; “papo” o superficie convexa del “pico”.

La azuela acaba de dar forma al pico.

3.- Jacer el fliquillo: Con un cuchillo se marca y resalta una especie de muesca para delimitar la parte delantera de la “boca”.

4.- Joyar: Colocada la pieza sobre la “rebolla”, se procede a abrir la “boca” que facilita posteriormente la “capilla” o parte interior de la albarca.

5.- Joracar: Con la barrena, se agujerea el interior. Para ello se coloca la pieza en el “taller”, sujeta con una cuña de madera. En esta operación interviene sobremanera el “ojímetro”.

Con la barrena se realizan los agujeros en el interior o "capilla" de la albarca.

6.- La medía: Con un pequeño listón de madera, graduado en centímetros condicionados, se toma la medida de los “joracos” realizados para ajustarlos al número en alpargatas, del cliente.

Cuando termina de joracar, viene la "medía".

7.- Legrar: En el mismo “taller” y con la herramienta llamada legra, se desbasta el interior o “capilla”. Requiere un esfuerzo conjunto de los brazos que dan fuerza, y del hombro, que dirije el trabajo.

El legrado; trabajo de maña y esfuerzo.

8.- Resoriar: Con la rasoria o “resoria”, se desbasta cuidadosamente el exterior.

9.- Empicar: Sobre las rodillas, y con un cuchillo, se acaba de refinar.

10.- Dibujar: Sigue el cuchillo en acción y con su punta se trazan los dibujos que, según las zonas o comarcas, reciben el nombre de “limuescas”, “bujeles” y “jamuescas”.

11.- Lijuar: Con papel de lija, se refinan finalmente por el exterior e interior, recibiendo en este último caso la operación el nombre de “alimpiar”.

12.- Pintar: Ultima operación, que consiste en, como su nombre indica, aplicar un barniz o colorante a la superficie exterior. Se realiza de tres formas: por medio de goma laca extendida con un “pincel de fortuna”, o un baño de pimentón disuelto en aceite, o la que resulta más clásica: “tostándolas” a la lumbre después de “pintás” con “calostros”.

El "pincel de fortuna" extiende cuidadosamente el barniz.

Si la albarca va a ir provista de “tarugos”, se construyen éstos (tres por cada una) en madera de avellano y a golpes de “zuela” y cuchillo. Estos “tarugos” son cambiables, porque se desgastan con el uso. La longitud de los mismos, una vez colocados, ha de ser tal que permitan al “papo” tropezar en el suelo al andar, produciéndose entonces el característico “tras-tras”.

Haciendo "tarugos".

Y para que la sucesión de golpes en el suelo no las “jienda”, se coloca, para más seguridad, un aro de cobre o hierro.

Estas descritas son utilizadas preferentemente por los hombres; las de mujer, más estilizadas, más ligeras, carecen de “tarugos” y llevan en su lugar, por lo general, unos tacos de goma clavados, además de ser pintadas con esmalte negro y llevar otra clase de “limuescas”.

Resultan de menor altura y reciben en algunas comarcas el nombre de “mazuelas” o albarcas zapateras.

He aquí una albarca terminada.

No resulta difícil caminar en ellas, ayudándose al principio de una “porra”, “picona” o bastón. Existe el peligro de “estorregase”, con la consiguiente torcedura del pie.

La ventaja que ofrecen es conservar el pie constantemente seco y limpio el escarpín o la alpargata, según lo que se calce, permitiendo entrar en las casas sin manchar al desproveerse de ellas el usuario cuando regresa de la calle. Para mayor comodidad aún, las calzará embutiendo pequeños manojos de yerba seca, que completan el carácter aislante.

 Cosme, artesano de Pando (Ruiloba), con albarcas y otros productos.

Albarcas cántabras, un recuerdo casi. Y, en tiempos, un lujo que solo se permitían utilizar cuando “repicaba en gordo” y calzaban alpargatas o escarpines los críos, que normalmente iban descalzos.


“Tras-tras” de las albarcas en las aldeas montañesas… Canción del recuerdo que, como una nana acompaña y adormece al pensamiento.




Bibliografía:

Revista de prensa de Sniace
Fotos: José Mª Sastre
Texto: Agapito Depás

Manual de etnografía de Cantabria

miércoles, 21 de enero de 2015




El concierto de las brañas cántabras

Tudancas de Fidelín en el Selmo (Ruiloba)

     Actualmente constituyen, la mayor parte de las ocasiones, un adorno y, sin embargo, atesoran historia y los mimos de un artesano que supo dar vida a la materia inerte.

Antaño las diversas clases de ganadería pastaban libremente por las brañas y los dueños precisaban saber en todo momento su ubicación.

A veces llegaban mugidos de las trisconas vacas del país, balidos de las meritas o sobrias ovejas, relinchos de los “cerriles” o herederos directos de los famosos asturcones que originaron, a medias con sus jinetes cántabros, aquel movimiento estratégico copiado por las legiones romanas con el nombre de “cantábricus ímpetus”.

Pero esas señales no bastaban y el ingenio humano recurrió a la sonoridad del hierro, haciéndole más cantarín con el aditamento del cobre; así surgieron los campanos o cencerros.

Servando en su cabaña de Palombera

     Becerreros, piquetes, medianos, calderonas, zumbas ..., según sea su tamaño y majuelo. Con voz “macho” o “hembra”, individualmente caracterizada, denotan a mucha distancia acrecentando su sonido por el retumbar del monte. La presencia del ganado y su “cantar” se acompasan al ramoneo de la hierba, al del rumiar, dirigiendo el andar del dueño o del vaquero, que lo distingue de los ajenos, por el dédalo de canales, rebotando en las hayas color claro de luna, en los pinos de un sempiterno Belén que el paisaje alza por los vados y seles. Rebotando en los árboles sin sombra: eucaliptos que cambiaron sus hojas jóvenes por los folículos de su edad madura.

Cabaña de tudancas en el Selmo con sus dueños y el pastor.

Un sonido que solo cesa cuando los rumiantes “medan”, que es cuando “filosofan” estáticos, si es que los “sin razón” son capaces de ello.

Antes que los campanos fueran colgados del cuello de las reses surgieron, como es natural, los campaneros, artistas que llegaron a dominar la técnica de su construcción. Antaño, la Feria del 24 de Agosto, San Bartolomé en Lamasón,era denominada de los Campanos. De toda Liébana acudían a reparar y a mercar, trocándolos por quesos de Tresviso, de Aliva. Hogaño, tan solo conocemos dos campaneros: uno en Lamasón y a Pedro Buenaga, que reside en Portolín, y en cuyo taller recibimos todo un curso, aunque lo más conseguido por nuestra parte han sido las fotografías y las explicaciones que reflejamos en este trabajo.



      Primeramente, elección de la chapa de un grosor acorde con el tamaño, y éste, con el posterior destino. Cortar y dar forma a mano sobre la bigornia o yunque de fortuna para, a continuación, el acabado con el martillo. Resultará de una medida de siete centímetros de alto para becerreros; entre doce y quince, para novillas; de veinte centímetros o medianos serán utilizados por el jefe de la cabaña en ocasión de “mudas” o cambio de pastos.


                                                            Sobre la bigornia, recibe la primera forma ...

Mediante calor y golpes de martillo diestramente aplicados, se suturan los bordes verticales; se sujeta al exterior el asa, y en el interior la “carria” en Lamasón o “alcarria” en Portolín, de la que penderá en su momento el majuelo, golpeando en las “pedreras” o piezas que afirman, además, la sutura definitiva de los laterales.

... que se termina con ayuda del martillo.

La meticulosidad se acentúa en la siguiente operación: “adobe” en Portolín y “alambre” en Lamasón. La misma cosa para ambos lugares, y consiste en recubrir el campano de una torta formada por barro y paja o hierba, procurando que no exista ninguna falla. Conseguido esto, por el agujero inferior se introducen limaduras de cobre (antiguamente eran ochavos), que serán fundidas y darán el baño cobrizo al hierro utilizado.

 Comienza a envolverse el campano en la “torta”.

       Sometido a fuerte calor en el horno, que en lo antiguo era a fuelle y en la actualidad eléctrico, llega el momento que el artista estima oportuno para retirar una masa incandescente, que es obligada a rodar por el suelo, con el fin de que el cobre fundido se extienda lo más uniformemente posible. 

Preparado para el horno. Por el agujero se añadirá el cobre a fundir.

     A continuación se ejecuta el templado y, por último, es destruido el “adobe” o “alambre”, dejando al descubierto el campano ya cobreado, y que si presenta algunos puntos negros denotará haber existido alguna falla en la “torta” o pasta que ha recubierto al metal.

En el horno se efectúa la fundición del cobre.

Ya tenemos “casi” al campano. Su sonido es probado, y sobre el yunque, con sabios golpes dirigidos por constantes pruebas “a oreja” del artista, se le consigue dar la voz: “macho” o profunda, “hembra” o aguda.

La masa incandescente, al salir del horno.

       Colocado el majuelo, que será un trozo de varilla de hierro, de asta o, simplemente, de madera, según los casos y destinos, falta tan solo grabar la marca del dueño, la “garma” del pueblo. Los “marcos” serán una Z para Cieza; PD para Pedredo, en el Valle de Iguña; MO en Molledo, del mismo valle; QA, para Quintana de Toranzo ...

El artista procede al templado.

Después, sujetos por una correa de ancho acomodado, penderán de las reses, ora en sentido cadencioso, otrora en arrebatado volteo. Y en algunos lugares existirán, como un recuerdo de pasadas épocas.

Los llamados de “celemín”, por caber en su interior once kilos y medio de áridos (un celemín del país = tres de Castilla), o de “emina”, siete kilos o dos celemines castellanos. Ya en desuso estos tamaños, si se pregunta por estos lugares la causa de esta desaparición os dirán que el ganado actual apenas puede con ellos.

Con media torta, listo para sonar en cuanto le sea colocado el majuelo.


        Entre los de gran tamaño, aún tienen fama los de Don Baldomero, de Quijas, que paséan las ferias de rito. Surge ahora una discusión: ¿por qué estos artesanos montañeses no los hacen pequeños, turísticos?

El tamaño turístico, y me refiero al “nanu” (opina Pedro), no nos trae cuenta; los golpes de martillo se escapan a los dedos. Cierto que se hacen, pero con troquel. ¿Son iguales? Sí, dejando a salvo el tamaño; pero el sonido ... ¡Les falta lo humano!

 Grabado el “marco”, ya está dispuesto para el concierto de las brañas.

Para finalizar haremos referencia a un reportaje publicado en su día en el diario Alerta; se refería a la crisis que atraviesa la fabricación de los campanos. 

“Estruendos de noches marceras (rutona al canto), de vejaneras de Iguña y Toranzo, de San Silvestre carmoniego y hasta de viudos. Días de Antruido, de la “pasá”, de llegada de las cabañas que hicieron verano.

       Sonoridad de las cansinas parejas que acompasan el chirriar de las carretas y rabonas al tañer de los campanos, ... o estos al de aquellas. Estruendos en las aldeas de la tierra nuestra, que al presente se van apagando, usurpado su vozarrón por el jeroglífico de altavoces, porque los cencerros, los campanos, van desapareciendo.”

 Aguardando la colocación del “marco” o señal de propiedad.

Campanos de Cantabria... Jolgorio del paisaje, lentos como una pena y alegres de romería. ¡Qué dolor que se acaben!






Bibliografía:

Revista de prensa de Sniace
Fotografía: José Mª Sastre
Texto: Agapito Depás





domingo, 18 de noviembre de 2012


                                             La matanza


La matanza familiar del cerdo es una antigua costumbre popular, muy generalizada en las zonas rurales de Cantabria y por supuesto también en Ruiloba. El sacrificio, en una economía de autosuficiencia, suponía la “hartura del hogar en los largos meses del invierno”. Hoy, en una sociedad menos atenazada por la simple subsistencia, se sigue manteniendo en algunos lugares de nuestra región, pero ha desaparecido por lo general, su filosofía y los motivos del sacrificio.

Las escasas publicaciones sobre el tema en Cantabria se deben a Pedro Madrid y Alberto Díaz. El primero hace un relato pormenorizado en el libro “La matanza del cochino en el valle de Polaciones”, publicado en 1980 por la Institución Cultural de Cantabria, mientras que el segundo, Alberto Díaz, ha desarrollado la voz en la “Enciclopedia de Cantabria”.

Las causas de su desaparición tienen que ver con los cambios de formas de vida en el medio rural y en los controles higiénico-sanitarios que la Administración propaga.


En épocas pasadas, generalmente en los meses de primavera, había quienes se dedicaban a recorrer los pueblos vendiendo las crías cuando ya comían con normalidad, después de haber estado mamando de quince a veinte días, o bien se adquirían en los mercados.

Habilitado un cubil para su crianza, se le alimentaba con comida que solía estar compuesta por patatas, nabos, berzas, ortigas, hojas de algunos árboles, hierba verde y desperdicios de la comida de la casa.

Se hacía un cocimiento y se le echaba harina de maíz o salvado en el agua, haciendo un amasijo caldoso que el cerdo tomaba caliente y en su comida más importante. Comían también maíz, castañas y bellotas sin cocer. Para cocer las verduras se solía emplear el agua de lavar la “vasa”, pues así se aprovechaba la grasa que soltaban los utensilios de la cocina al lavarlos.


Solían “caparse” durante el mes de marzo, labor que realizaba un “capador”  con el fin de que engordasen más. Se les cebaba con abundante comida y se les mantenía en cubiles de reducidas dimensiones (aproximadamente de unos cuatro metros cuadrados), para que comiendo y reduciendo su movilidad, engordasen más.

Por San Martín, 11 de noviembre, comenzaba la temporada de la matanza que duraba hasta enero o febrero; solía hacerse, generalmente, ya iniciado diciembre y, a poder ser, con luna menguante y en día que no llueva.

El día de la matanza se celebraba de un modo tradicional y como una fiesta de familia, en la que se invitaba a comer a familiares y amigos.

Por la mañana, temprano, se reunían varios hombres: el matador y los ayudantes que eran convidados con aguardiente o alguna bebida alcohólica. Entraban en el cubil y lo agarraban por las orejas, las patas y el rabo, atándole el hocico con una cuerda para que no mordiese y lo sacaban casi arrastrándolo ayudados por un gancho de hierro que le clavaban en la mandíbula inferior en medio de estridentes gruñidos. Se le acercaba hasta el sitio donde estaba preparado el “banco de matar”, que tenía las patas cortas y una largura suficiente para que entrase el animal tumbado sobre él. 


Se le tenía sin comer el día anterior para conseguir que sus intestinos estuviesen lo más limpios posibles.

Los ayudantes inmovilizaban el cerdo, sujetando fuertemente la cabeza y las patas, y el “matachín” le iba metiendo el cuchillo, poco a poco, por la parte inferior del pescuezo, sin llegar al corazón, pues entonces moriría rápidamente sin desangrarse. El cuchillo era de hoja estrecha, con la punta muy afilada y el mango de madera.

Algunos utilizaban un cuchillo especial para esta ocasión, que tenía la hoja de corte acanalada para que saliese por ella el chorro de sangre. Esta sangre se recogía en un recipiente colocado debajo de la herida donde, por lo general una mujer, iba revolviendo con un palo o cuchara de madera hasta que se enfriase, para que de esta manera no se formasen coágulos y se estropease, ya que luego había de servir para diferentes usos.


Posteriormente y ya sobre el suelo, el cerdo se chamuscaba con helechos o haces de paja para quemar las cerdas y quitarle las pezuñas de las patas. Se lavaba la piel con agua caliente y se raspaba con cuchillos o tejas hasta que quedaba bien limpia. Terminada esta faena, se volvía a colocar encima de la mesa patas arriba para proceder a abrirle.

La persona encargada de abrir el cerdo comenzaba con una incisión doble desde el pescuezo hasta el rabo, quitando una franja central, obtenida de la zona del vientre, llamada “cinta”. Después se retiraba la grasa que envolvía el vientre, denominada “unto”, y se sacaban las vísceras y los intestinos. El hígado se destinaba a la comida o cena de los invitados; el corazón, pulmones, bazo y páncreas, a ser picados, y las tripas se empleaban para hacer los embutidos.

Una vez vaciado el cerdo, se colgaba boca abajo de una cuerda atado a una viga del techo, hasta el día siguiente en que se realizaba el despiece.

El primer día, las “mondongueras” lavaban y raspaban las tripas y preparaban la masa para las morcillas de sangre y para los boronos, que se cocían en grandes calderas de cobre ese mismo día.


Las morcillas se hacían con las tripas de mayor diámetro, cortándolas a una largura conveniente y cosiéndolas con hilo gordo. La masa estaba compuesta de harina de pan, cebolla frita, grasa, orégano, clavo y perejil. En vez de harina podían llevar arroz o pan hecho de sopas y remojado. En algunos pueblos se comían ya en la cena del día, sustituyendo a los boronos.

El caldo de cocer las morcillas se aprovechaba en algunos casos  también para cocer los boronos e incluso en algunas casas para hacer la sopa.Los boronos se hacían con una masa compuesta de harina de maíz, sangre, cebolla frita, orégano, perejil, pimentón y sal. Se formaban porciones ovaladas y en el centro se introducía una pequeña cantidad de grasa cruda del cerdo, denominada “alma del borono”. Era muy tradicional repartir boronos, todavía calientes, entre familiares y vecinos y, especialmente, a los encargados de matar el  cerdo.

El segundo día se realizaba la tarea de despiece total del cerdo. Las piezas del tocino, las paletillas o brazuelos, los perniles o jamones, que se salaban y adobaban para su conservación. Igualmente, se salaban las costillas, la columna troceada, la cabeza y las patas. Los lomos se adobaban y se ponían a secar al humo de la cocina, como los embutidos, pudiendo ser conservados después metidos en manteca, como se hacía con los chorizos, cortados en rodajas. Los solomillos se podían adobar como los lomos, o se empleaban para rellenar el “pastral”, junto con los pedazos de hebras sin picar, adobado como el chorizo, y curado, igualmente, a la lumbre.

El tocino, la grasa y la carne que se destinaba a los embutidos era picado a mano o con la máquina y adobado y amasado en artesas de madera.

Se dejaba que el picado cogiese bien el adobo y se procedía a rellenar las tripas, cortadas a una largura conveniente, lo que se hacía a mano, por medio de un embudo, o a máquina. Los extremos se ataban con cuerda fina.


El chorizo se componía de carne y tocino picados, pimentón dulce o picante y ajos machacados. Este picadillo se solía comer frito en la sartén el día que se hacía. La tripa se ataba por los extremos y, además, se ataba haciendo separaciones, a una distancia conveniente, para poder luego cortar a lo largo de la pieza, sin que se deshiciese o se abriese el chorizo.

La tripa se pinchaba con una aguja o alfiler para que pudiese salir el aire que quedaba dentro. Después se colgaban en largos y fuertes palos, pendientes del techo de la cocina, para que se secasen con el calor y el humo de la lumbre. Una vez que se habían secado, se guardaban en una vasija de barro metidos en aceite (frito antes con ajo) y en grasa de cerdo. Se tapaba la boca de la vasija con un trapo sujeto con una cuerda, ya que de ese modo se conservaban mucho tiempo.

La longaniza se hacía con tripa más delgada, que se dejaba lisa, sin separaciones. Solía llevar el picado con más tocino que el chorizo.

La morcilla de año, llevaba tocino de la papada, la mitad de la “cinta” hacia el cuello, que, troceado, se amasaba con cebolla cruda y picada, pimentón, clavo, sal y sangre. Esta morcilla se gastaba en el cocido y en la fabada, dando un sabor muy especial a esta comida. Los embutidos se hacían en el segundo y tercer día.

La tradicional y antigua costumbre de la matanza del cerdo ha ido desapareciendo durante los últimos años en toda Cantabria, de tal modo, que hoy quedan muy pocas familias, solamente en determinadas comarcas, que continúan realizándola.

Hoy parece que entre la compra del producto industrial y la matanza tradicional, se abre camino una tercera vía en los pueblos; se trata de elaborar en casa el embutido propio con los ingredientes comprados en las carnicerías.


           Refranero

A todo gorrín le llega su San Martín.
Por San Martín mata el gorrín, y por San Andrés a dos o a tres.
Por San Antón, haz cantar al chon.
El que mata el chon temprano, pasa buen invierno pero mal verano.
Morcilla que se lleva el gato, tarde se vuelve a colgar.
La morcilla para ser sabrosa, picante y sosa.


            Recetario

Adobo para conservar las carnes

Para una costilla de cerdo, machacamos dos dientes de ajo y sal en un mortero. Luego añadimos media cucharada de pimentón dulce y otra cucharada de aceite y mezclamos hasta conseguir una masa homogénea con la que untamos la pieza.

Curar un jamón

En un arcón hacemos una cama de sal y en el fondo introducimos el jamón, le cubrimos de sal gorda y ponemos dos piedras pesadas encima. Al cabo de dos a seis meses, según su tamaño y lo curado que se quiera, sacamos el jamón. Lo lavamos bien y lo untamos con una mezcla de pimentón y ajo picado.

El borono

Se necesita harina de maíz y de trigo, arroz, manteca fresca, sangre de cerdo, cebolla frita, pimentón dulce, orégano, perejil y sal. Cuando se realiza la matanza, es tradición repartir entre los que han participado, los boronos. Una vez amasado todo, se cogen pequeñas porciones y se moldean con las manos, en forma de huevo pero más grandes. Dentro se pone el alma del borono que suele ser un trozo de manteca de cerdo. Se cuecen en el caldo de haber cocido las morcillas; son ricos para merendar aderezados con azúcar y también fritos en rodajas como si de morcilla se tratase.

Hacer chorizos

Con 25 grs. de sal, 25 grs. de pimentón dulce, 5 grs. de pimentón picante, 3 dientes de ajo, medio kilo de magro y medio de tocino, elaboramos los chorizos de la siguiente manera: disolvemos el pimentón y la sal con un poco de agua, picamos la carne y el tocino y le echamos la mezcla del pimentón. Se amasa todo y se deja tres días al fresco. Rellenar luego la tripa, atar, ahumar y curar.


Bibliografía

Las cosas del Candelario de Cantabria (Volumen 2) (Gráficas Imgraft).
Millar y medio de refranes para Cantabria (Ediciones Tantín).
Gran Enciclopedia de Cantabria (Editorial Cantabria).
Grabados de Victoriano Polanco (Museo de Bellas Artes de Santander).
Manual de Etnografía Cántabra (Ediciones librería Estvdio).