martes, 18 de diciembre de 2012





                                          El pinar de Ruiloba




                                                       Este fresco relente
                                                       de la tarde,
                                                       es alarde
                                                       de besos en caliente
                                                       de aquel pinar de enfrente.

                                                       Quien lo guarde
                                                       y le forme una cuna
                                                       al relente en el alma,
                                                       tendrá un rayo de luna
                                                       de aquel pinar de enfrente.

                                                                         
                                                                                                          Rafael Gómez Sánchez





domingo, 9 de diciembre de 2012



                                                   Los santucos

La antigua costumbre romana de colocar mojones en las calzadas o montones de piedras a las imágenes de sus dioses protectores de viajantes y comerciantes, fue heredada por el cristianismo. Por ello se levantaron cruces en los caminos, que a la vez de indicadores, cumplieron una finalidad religiosa al permitir al viajero solicitar la protección divina. 


Grabado de Victoriano Polanco

Este hábito alcanzó su mayor realce con las peregrinaciones hacia los santuarios, siendo el Camino de Santiago buena muestra de ello al estar salpicado su recorrido por numerosos humilladeros. Ante una cruz levantada sobre un pedestal, los peregrinos se postraban para pedir la protección divina ante los peligros de su viaje. En cada región los humilladeros se levantaron con sus propias características arquitectónicas y obedeciendo a varias razones: promesas, recuerdos de los muertos, súplicas de bendiciones. 

Los humilladeros de Ruiloba, como los del resto de Cantabria, no son ajenos a esta devoción, que en nuestra región debió ser fomentada por los franciscanos, ya que es la imagen de San Francisco una de las constantes en los mismos.

                 
            
                                                  Monjes Franciscanos con su cordón de tres nudos y autoridades tolanas

Son los santucos, en palabras del doctor arquitecto Alfonso de la Lastra Villa, como una alegre y bella flor silvestre de nuestra arquitectura popular religiosa, que anda al borde de nuestros caminos campesinos. Sirven para el cobijo del alma y del cuerpo en los días lluviosos y dan frescor en los calurosos; también se reza en ellos cuando se pasa camino del cementerio. Los más rústicos quizás sean los más bellos por su ingenuidad y no son más hermosos por su tamaño, ya que lo que cuenta en esta belleza es la emoción que producen.

Además de la utilidad ya expuesta, recuerdan algún hecho y están para que no se repita si fue malo, o se recuerde si fue bueno. Aunque los veamos esparcidos por las mieses, podemos comprobar que en algún tiempo estuvieron comunicados por un camino ahora en desuso; la modernización y ampliación de las carreteras para adaptarse a los nuevos medios de locomoción hace que alguno en nuestro municipio halla desaparecido, como el que existía al final de la recta de Casasola cerca de los Pozos Azules y, en el mejor de los casos, han sido trasladados de lugar como el de Casasola o el de la recta de Ruilobuca  permaneciendo aún en pie. 

Esto hace que los veamos de paso y no reparemos en los detalles de estos pequeños monumentos religiosos rurales desapareciendo de esta manera el espíritu que los creó.


Grabado similar al anterior, de Leonardo Rucabado

El decreto 2223/1962 del 5 de septiembre declaró Conjunto Histórico el Camino de Santiago a su paso por Cantabria, siguiendo la línea de la costa y en julio de 1993, el Consejo de Gobierno de la Diputación Regional de Cantabria incoa expediente para definir y delimitar el entorno de protección del mismo; esto, en cierto modo, garantiza la continuidad de los que se encuentran en dicho camino, pero es de la voluntad y respeto de los habitantes de Ruiloba de quien depende la conservación del resto.

Aparecen los santucos, por lo general, dentro de una pequeña capilla que no solo sirve para proteger a la cruz de la intemperie, sino también para ofrecer un sitio donde refugiarse al caminante o a quien, cuando las labores del campo eran habituales, le sorprendiese el mal tiempo trabajando. Es por esto por lo que reciben aquí tambien el nombre de “asubiaderos” o lugar donde “asubiar” o guarecerse de la lluvia.

La mayoría de los que encontramos en Ruiloba son de planta rectangular o cuadrada, con el frente abierto y la cubierta apoyada sobre el muro del fondo y los dos laterales. Tienen tejado a cuatro aguas con teja curva (teja árabe), y generalmente rematados con una piedra en la cumbre. El material de construcción es principalmente la piedra, en forma de sillares bien tallados en las esquinas y en los bancos y el resto de las paredes en mampostería, que queda al descubierto en los restaurados y está cubierto con mortero (arena y cal) en los más abandonados; llevan dos bancos de piedra o “poyetes” colocados en el interior adosados a las paredes laterales para esperar pacientemente la escampada.

La distribución interior diferencia dos partes separadas por una reja con barrotes de madera o de hierro, tras la cual y sobre la pared del fondo se encuentra la cruz o una imagen sagrada. A la entrada y con una mayor superficie, con capacidad para unas cuatro personas, se sitúan los bancos. El tillado bajo la cubierta, de madera de castaño o roble así como las viguetas y los barrotes de la reja, torneados o bien de sección cuadrada. Puede ser la reja también de varilla de hierro en los más modernos o de metal blanco fundido (calamina o aleaciones bajas).

Análoga  manifestación de la arquitectura popular a la de nuestros santucos tienen en Galicia denominando a los mismos cruceiros, de los cuales tenemos una representación en nuestro municipio situado en una finca particular.

En estos se pueden distinguir varias partes perfectamente diferenciadas: la basamenta es la parte inferior, consistente en una plataforma formada por varias gradas y un pedestal sobre el que se apoya la columna o fuste y sobre éste el capitel. El capitel puede presentar motivos diversos, distinguiéndose en ésta una representación de la Piedad de Miguel Angel por un lado, y la figura de Cristo en la cruz en el reverso. 

Haremos a continuación un recorrido por los que aún conservamos en nuestro valle y que se sitúan en el recorrido del Camino de Santiago en la Ruta de la Costa:



Distribución de los santucos de Ruiloba a lo largo del la Ruta de la Costa

El primero de ellos lo encontramos en la mies de las Bregadorias junto al cementerio municipal del Helguero. Orientado al Este, de planta cuadrada, sin bancos en su interior y con la reja de barrotes de madera torneada.


(1) Santuco de la mies de las Bregadorias

En su interior aparece una imagen de la Virgen María, pintada sobre la pared del fondo. 


Vista del interior del santuco (1)

El segundo lo encontramos en la mies del Santo del Valle, en Liandres; tambien de planta cuadrada orientado hacia el Sureste. Los bancos laterales corridos con otro sobre la pared del fondo. La anterior reja de barrotes de madera de sección cuadrada, de separación con la imagen del fondo, ha sido sustituida por una de hierro procedente de un cierre de una propiedad particular desechado.


(2) Santuco de la mies del Valle, en Liandres.

El motivo que figura sobre la pared del fondo, es un cuadro de una virgen con un niño en brazos.


Vista interior del santuco (2)

Este santuco aparece recogido en un libro del doctor arquitecto Alfonso de la Lastra Villa "Dibujos y comentarios sobre la arquitectura popular montañesa", en el que aparecen sus dimensiones.


Dimensiones del santuco de la mies del Valle, en Liandres

      Podemos también observar, tallada en una de las piedras de sillería, una fecha: AÑO DE 1861, que pudiera indicar la fecha de construcción del mismo.


Fecha grabada en el muro exterior

Continuando la Ruta, nos encontramos con el siguiente santuco situado en la recta que va del Barrio de la Iglesia a Ruilobuca, en el lugar llamado Sobrejetos. De planta cuadrada como los anteriores, orientado al Este para resguardarse del gallego predominante en el valle y construido con los mismos materiales de piedra y madera.


(3) Santuco de la recta de Ruilobuca

      El interior, dividido tambien en dos zonas, está separado de la que contiene la imagen por una paredilla de ladrillo caravista sobre la que se ha colocado una reja de barrotes de hierro. La cruz, es la que en su día coronaba la cúpula de la iglesia del Barrio. Tiene dos poyetes adosados a las paredes laterales.


Vista del interior del santuco (3)

      Tiene la particularidad este santuco de que, tras las obras de ensanche y mejora de la carretera realizadas en el año 2006 al lado de la cual se encontraba ubicado, fue trasladado de su anterior emplazamiento (unos cien metros más al norte, en el lugar de Bárcena) ya que al haber elevado el nivel de la vía quedaba en una situación que le hacía pasar casi desapercibido.

      Respetando su fisonomía y con los mismos materiales en casi su totalidad (menos la madera y la teja, ya deterioradas) se volvió a construir en el lugar en que ahora se encuentra.


El santuco en su primitivo emplazamiento de Bárcena.

      El interior del santuco en sus orígenes, presentaba una reja de barrotes de madera de sección cuadrada, sobre la cual una pared de ladrillo caravista cerraba el habitáculo de la cruz hasta el techo.


Vista interior del santuco original (3)

      Llegados a la aldea de Ruilobuca, nos encontramos el santuco quizás más peculiar; en primer lugar porque no se encuentra dentro de un asubiadero como los ya vistos; está situado, no se sabe el motivo, orientado al Norte en la fachada de una vivienda particular que en su día perteneció al también peculiar y pintoresco Ico el Portalao.


(4) Santuco de Ruilobuca 

      Su otra particularidad reside en que era la imagen más frecuente en este tipo de construcciones en las que se representaba a San Francisco tendiendo su cordón a las ánimas del purgatorio que surgen de entre las llamas y se agarran a él para salir de las mismas. Recibían el nombre de "santucos de las ánimas" o "aimucas".


Detalle del santuco de las ánimas (4)

      No obstante la particularidad más anecdótica y singular es el haber servido de inspiración al genial y siempre recordado Toñín el Zapatero, para la creación hace más de treinta y cinco años de la fiesta pagana por excelencia de este pueblo de Ruiloba; nacida para resarcir, sobre todo, a niños y gente mayor del pueblo de un día del Mozucu pasado por agua. Eternamente, San Abagán.


¡Oh glorioso Sanbalandrán...!, decía Masio el de la Hayuela.

      Continuando nuestro peregrinar por la Ruta y ya llegados a la aldea de Casasola, en dirección a la Villa de Comillas, nos encontramos con el último de los santucos de nuestro municipio.

    Situado desde sus orígenes en el cruce de carreteras de este barrio, se procedió a su eliminación por el riesgo que su ubicación suponía para el tráfico. Afortunadamente tal y como sucediera años más tarde con el de la recta de Ruilobuca, volvió a edificarse unos cien metros hacia el Oeste en plena recta junto a la Venta de Casasola.


(5) Santuco de la recta de Casasola

     Se utilizó la piedra de sillería y mampostería existente así como la imagen que contenía; teja y maderas fueron repuestas al ser estos materiales los de mayor deterioro.

      Orientado hacia el Norte como el original, es de planta cuadrada con dos poyetes adosados a las paredes laterales y una reja de barrotes de madera de sección cuadrada separa del resto la zona donde se encuentra la imagen.


Vista actual interior del santuco (5)

      Es muy de lamentar el hecho de que la imagen original fuese sustraida, ya que se trataba de una copia policromada de la pintura del Cristo de Velázquez sobre una tabla de madera cruciforme. 


En su actual ubicación pero con la imagen original.

      La imagen estaba pintada sobre una tabla cruciforme de madera con medallones en los cuatro extremos probablemente de finales del siglo XIX. 


Copia del Cristo de Velázquez.

      El estado de conservación que presentaba era más que aceptable, lo que la hacía sumamente apetecible para el expolio que sufrió.


Detalle de la imagen del Cristo.

      En el medallón de la base podía observarse el motivo más característico y frecuente de los santucos, como eran las ánimas intentando salir de entre las llamas del Purgatorio.


Detalle de la base de la cruz.

      Sobre las cabezas de las ánimas del Purgatorio aparecía la de un ángel que observaba el sufrimiento de éstos.


Detalle del rostro del ángel.

      Existió hasta los años setenta otro santuco al final de esta recta de Casasola, a unos quinientos metros del existente en dirección a Comillas, a la altura de los Pozos Azules, el cual sucumbió a la mejora de la carretera adyacente y que no corrió la misma suerte que el de la recta de Ruilobuca o el de Casasola.

      Por último y ya casi abandonando el pueblo de Ruiloba, aparece en una finca particular el ya mencionado cruceiro, versión gallega de nuestros santucos.


(6) Cruceiro, próximo a Comillas.

      La imagen del capitel que puede verse desde la carretera, copia la Piedad de Miguel Angel, representa a la Virgen María con su hijo en brazos.


Anverso del capitel del cruceiro.

      En el reverso de la construcción podemos ver a Jesucristo en la cruz, esculpido todo el conjunto sobre piedra caliza. 


Detalle del reverso.



Bibliografía

- Revista NARRIA de estudios de artes y costumbres populares.
- Dibujos y comentarios sobre arquitectura montañesa popular, del doctor arquitecto Alfonso de la     
   Lastra Villa.
- Grabados de Victoriano Polanco.
- Album de apuntes de Leonardo Rucabado.
- Boletín Oficial de Cantabria.




                                                                      Hasta el día en que desaparezcan, no nos daremos cuenta
                                                                      del alivio que suponía resguardarse bajo su protección
                                                                      y entonces lamentaremos con nostalgia su ausencia.





      






          

  











domingo, 18 de noviembre de 2012



 
Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos.”


   La Regenta (Leopoldo Alas, “Clarín”)


Y es que según el manuscrito hallado en la biblioteca de El Escorial del cual conservó copia D. Antonio Pérez de la Riva, médico titular de Comillas y natural de Ruiloba, eran los naturales del lugar de Ruiloba “por lo común, honrados, de talla arrogante, robustos, valientes, briosos, pausados y de pocas razones, al mismo tiempo que arrogantes, atrevidos y en extremo belicosos cuando se desazonan, aunque por el genio pausado son propios para las ciencias, artes y oficios.”

Describe asimismo a Ruiloba como “uno de los nueve lugares de la Alfoz de Lloredo, dividida en la actualidad en siete barrios situados en la circunferencia de un valle ameno y feracísimo de una legua de largo y media de ancho; confina por el Este con Cóbreces, por el Sur con Udías, por el Oeste con la Villa de Comillas y por el Norte con el mar. Es de clima muy sano, situación pintoresca, deliciosa y fecunda.

La fertilidad del terreno y su disposición templada a causa de las eminencias que los resguardan de los vientos le hacen gratos de todas las semillas, hortalizas y frutos de montaña que se producen en él con ventaja en lo general a los demás lugares así en la abundancia respectiva como en la sustancia y gusto.

El cultivo de frutos al que al presente se aplican más sus habitantes son el maíz, alubias, manzanas de que hacen sidra, ajos, frutas de huesos, nueces y castañas, comprendiendo cada una de estas especies un considerable número de clases y sus hermosísimas y espaciosas huertas de limones y naranjos dulces y agrios, pues lo templado de su clima saben producir todos los meses flor y fruto de que si supieran aprovecharse sus naturales podían hacer un útil y lucrativo comercio.

A principios del siglo XVII en que su vecindario era infinitamente más crecido, además del terreno llano aprovechaban en el cultivo de viñas las pendientes o colinas que dividen los barrios y rodean la población general y vendían una abundantísima de chacolí de que se surtían más de cinco mil vecinos de las jurisdicciones limítrofes.”

Conservamos el carácter y el espíritu; conservamos el espacio y las tradiciones y conservamos las “eminencias que nos resguardan de los vientos”; a ellas nos encumbramos para recrear la vista y el espíritu; cada uno elegimos en cada momento la que nos evoca recuerdos o nos provoca sensaciones que nos reconfortan. Observamos “muchas leguas de tierra” desde unas o “columbramos el mar lejano” desde otras.

Pero desde la Peña Láliga descubriremos el cambio de las estaciones en la paleta de verdes que tapizan el valle de los laureles, el devenir de sus gentes y las huellas que en él han ido dejando a su paso y, si cerramos los ojos, la brisa del cercano cantábrico nos traerá a la memoria olores, sonidos y recuerdos de Ruiloba que nos acompañarán de por vida allá donde quiera que estemos. 





Los muertos y yo…




     Viene siendo perseverante, tenaz –y muy plausible-, la campaña periodística a favor de la repoblación y conservación forestal de España. Y algo se va consiguiendo…

Bien haya ese celo que mantiene ojo avizor la vigilancia pública, pronta a la protesta, al alerta, apenas iniciado o barruntado el movimiento del hacha taladora o simplemente el de las tijeras de podar… Bien haya la campaña, a veces quizá exagerada, pueril, casi quisquillosa; porque, gracias a ella, se han evitado quién sabe cuantas fechorías; no todas –pese a este celo y a todas las exageraciones de las voces de alarma- ; véase a lo que ha quedado reducido el arbolado de la plaza del Progreso, por no citar sino la tala más reciente…

Persistamos, pues, en el loable empeño de propugnar, no solo la conservación, sino la replantación y plantación de árboles en toda España: capitales, villas, aldeas, montes y llanuras. Intensifiquemos la campaña, latente, por fortuna, en las columnas de los periódicos y –queremos creerlo- en el ánimo de gobernantes y autoridades.

Cuando se plantea este problema parece sobreentenderse que se alude exclusivamente a las regiones de la España –yerma, desnuda- de las grandes planicies desoladas, nunca a esas otras regiones ricas por naturaleza en vegetación, como la gran cornisa cantábrica, las serranías pobladas de pinos y de abetos, etc. En Cantabria, por ejemplo, no debiera existir el problema del árbol. Tierra de bosques y de umbrías, donde el árbol nace por generación espontánea, y cuyas condiciones climatológicas hacen de todo el país jardín perenne de magnífica espesura, parece absurdo el tema, fuera  de lugar toda preocupación referente al mismo.

Y, sin embargo…

Se da el caso inaudito de que, mientras nos desvelamos por dotar de árboles y de bosques al yermo, en el privilegiado país de los bosques se ha declarado la guerra al árbol… Y se le tala sañudamente, y se conceptúa poco menos que como signo de cultura y adelanto el despejar –y despojar- de árboles los caseríos, los montes y las aldeas montañeses…

Una hay –sirva de botón de muestra-, bienamada por quien firma este artículo, que cada verano, al llegar los esperados días agosteños, en que se acoge a su gratísimo escondite, le depara invariablemente dolorosas sorpresas, que le producen ganas de llorar…

Van cayendo, año tras año, arbolotes magníficos a golpe de hacha. Hay un recóndito tesón en la manía de talar; una insensata fruición en derribar seculares cajigas, corpulentos nogales; un odio concentrado y secreto a la espesura, a la fronda, al bosque, a la enramada…

Un verano encuéntrome mi huerto –pese a reconvenciones, instrucciones y ruegos formulados al partir- aclarado de “broza y de maleza” –según el podador-, rapado de enredaderas; con un arbusto que iba para árbol, menos… Otro verano aquellas buenas gentes muéstranme ufanas el “corro” –plaza del pueblo y bolera-, que sombreaban espléndidos, copudos, viejísimos nogales, diciendo, ponderativas:

-¡Que hermosa plaza quedó! ¿No ve? Y lo que quedó son unas pobres acacias jovencitas, en
torno a la bolera; unas acacias dignas de Pozuelo, y –a modo de poyetes en que sentarse para ver el partido- los pies anchurosos de los nogales cortados…



Había, contiguo al pueblecito, no ha muchos años, un espléndido bosquecillo, camino del cementerio; un “Helguero” sombroso, atravesando el cual por el senderito, reencarnaba en cualquier mozuca Caperucita… De año en año las helgaduras venían abriendo en el “Helguero” grandes, lamentables calvas. Pero este año -¡buena tarea fué  la del último invierno!- el bosque íntegro completo, fue talado. Aquel lugar de encanto se convirtió en terreno baldío, en helechal abierto, en que los discos de los troncos –blanquecinos, frescos, resinosos aún- a ras de tierra, delatan el desaguisado.




¿Exageré diciendo que el bosque, en su totalidad, desapareció? Quedan dos árboles: dos cajigas supervivientes: la de los muertos y la mía.

Calculad mi emoción cuando supe que tan sólo los difuntos y yo manteníamos en pie el último vestigio de aquel bosque secular… Estaba yo muy lejos de sospechar mi condición de propietario de  nada, cuando se me enteró de que poseía un árbol… Como vecino del lugar, en el sorteo efectuado este año me tocó el único que queda por talar en el Helguero; pues el otro, “el de los muertos” –que tiene una tosca cruz grabada a punta de navaja en su rugosa corteza-, llamado así por la tradicional costumbre de detener ante él el cadáver que se lleva a enterrar, para rezarle un responso, se ha respetado, en gracia a esa piadosa tradición.

Encantado me hallaba en compañía de los difuntos y prometiéndome a mi mismo que mi árbol sería perdurable, imperecedero como el de ellos, cuando -¡inaudita sorpresa, mi gozo en un pozo!- se me notificaba la obligación en que estoy de talarlo, no transcurridos seis meses… De otra suerte, pasará el arbolón a ser de otro vecino que cumpla aquella obligación ineludible…



Ante lo monstruoso y peregrino del caso, envidié el poder de los muertos, cuyo árbol es el único que se libró de la pena de muerte… ¿Para qué se me ha dado este roble? ¿Para que sea yo –casi casi Abraham sacrificando a Isaac- quien haya de talarlo? ¡No en mis días! Puesto que la suerte me lo dio, debiera de ser mío, mío de veras, en propiedad, no de mentirijillas… Semejante sorteo, es así capcioso, inquietante, cruel, como sería el de la Lotería si se obligase al agraciado con el premio gordo a malversar, sin remisión, su importe en medio año, a trueque de hacerlo pasar a otras manos dilapidadoras…

¡Pobre cajiga mía, a la que no puedo salvar del hacha lapidadora! ¿Por virtud de qué absurda ley me hicieron, no tu dueño, sino tu verdugo? ¿Por qué, clamando yo contra el insensato afán de ese talar sin tino, he de participar en una responsabilidad que tengo por muy grave?

Bien se me alcanza, pobre cajiga mía, que carezco del prestigio inmortal de un Pereda, para cantarte e inmortalizarte a ti, como inmortalizara él aquella otra de Polanco, que, hace no más semanas, cobija bajo sus ramas, que lo acarician, el busto de su cantor. Ya lo ves: ni siquiera puedo salvarte la vida, ¡voto a Dios!

Envío: A Manuel Ruiz, amigo querido, en recuerdo de nuestros años de colegio, cuando paseábamos por los montes de Cóbreces –aquel bosque de Cubón, también, ¡ay!, desaparecido-, en las cortezas de cuyos árboles grabábamos los eternos enlaces del nombre de la novia…; a Manuel Ruiz, hoy alcalde de Ruiloba…       



    José D. de Quijano
Blanco y Negro (Madrid)
22 de diciembre de 1929


                                       El último jilguero



Cada uno despide el verano como le viene en gana.  Quien escribe, en este apartado, es un tanto cursi. Dedico la última tarde a guardar en mi mirada, eso que es la memoria, el vuelo de los pájaros en mi jardín norteño. Los pájaros no tienen recuerdos, y cantan atemorizados cuando el sol se acuesta y jubilosos cuando se levanta. Esta tarde última sólo me queda el canto del miedo.

Los jilgueros se divierten volando. Lo hacen como si el aire tuviera olas.  Como los pitorreales. La melancolía del ocaso que cierra las puertas del paraíso agudiza los sentimientos. Por ahí, bajo el andamio primero del aire que hoy ocupan los jilgueros asustados, se han movido los míos, mis seres queridos. Detrás del muro, mirando al oriente, la mies verde de Ruiloba, camino hacia el barrio de la Iglesia. Y en el poniente, el monte de Peñacastillo, púlpito de Ruiseñada, a un paso del Monte Corona, donde el corzo y el jabalí se disputan las sombras de los hayedos. 

Los ánsares de La Rabia, con estos calores, han recibido la visita de los supervivientes del largo vuelo que escapa de los fríos del norte de Rusia.  Muchos de ellos cumplirán su etapa final, que se establece en las dunas y arenales de Doñana. Otros, más cómodos y cautelosos, pasarán el invierno en las rías norteñas, y un buen número de ellos aquí restarán para siempre. Se han callado los golpes secos de los bolos montañeses, el ruido de la encina derribando la frágil firmeza del abedul. Aquellos versos de Pepe Hierro, el inmenso, seco y gran poeta inolvidado: Primero los bolos.  «De pie, sobre la bolera,/ ordenados y panzudos./ Troncos de árboles desnudos/ que esperan la primavera./ Regimiento de madera,/ ¿no oís que la bomba estalla?/ Sin saliros de la raya,/ ¿es que aguardáis a que toque/ su cornetín el emboque/ para entrar en la batalla?».

Y la bola, después.  «La bomba redonda, baja/ de no sé qué avión lejano./ ¿Fue un avión, o fue una mano/ quien la ha lanzado a la caja?/ Al birlar, la bola raja,/ el roble zumba. Resuena/ un xilófono. Se llena/ la tarde de ojos abiertos./ El niño pone los muertos / nuevamente en pie, en la arena».

Anuncian vientos fuertes, nortazos y galernas. Pero yo estoy viendo, en mi tarde de despedida, un cielo repleto de diferentes azules, más fuertes los que vuelan sobre la mar que los estancados entre las montañas. Es lunes de maíz y de heno, de redes y aparejos. Los castaños anuncian con sus enormes erizos de púas verdes que el otoño está a un paso. Bolas de mil espadas que caen cuando el fruto madura.  Se redondea de prepotencia un milano sobre un robledal vencido por los eucaliptos. 

 Los nogales humillan sus ramas por el peso de las nueces, y empiezan las ardillas rojas a subir y bajar por sus troncos desgastados. Mi nogal se muere, pero aún con frutos y con ardillas. Una muerte envidiable.  Así que el último rayo de sol de mi última tarde me deja ver el vuelo de mi último jilguero. Todo se ultima, todo se acaba.  Mañana estallará de nuevo la alegría en mi pequeño reino de cuatro pasos, pero lo hará con la nostalgia de mi ausencia. Pero me doy por afortunado y bendecido por ese Dios que cubre y custodia mi valle de los laureles, desde la casa de Su Madre, la Virgen de los Remedios, que cuida de sus gentes y sus jilgueros.

Alfonso Ussía

                                             La matanza


La matanza familiar del cerdo es una antigua costumbre popular, muy generalizada en las zonas rurales de Cantabria y por supuesto también en Ruiloba. El sacrificio, en una economía de autosuficiencia, suponía la “hartura del hogar en los largos meses del invierno”. Hoy, en una sociedad menos atenazada por la simple subsistencia, se sigue manteniendo en algunos lugares de nuestra región, pero ha desaparecido por lo general, su filosofía y los motivos del sacrificio.

Las escasas publicaciones sobre el tema en Cantabria se deben a Pedro Madrid y Alberto Díaz. El primero hace un relato pormenorizado en el libro “La matanza del cochino en el valle de Polaciones”, publicado en 1980 por la Institución Cultural de Cantabria, mientras que el segundo, Alberto Díaz, ha desarrollado la voz en la “Enciclopedia de Cantabria”.

Las causas de su desaparición tienen que ver con los cambios de formas de vida en el medio rural y en los controles higiénico-sanitarios que la Administración propaga.


En épocas pasadas, generalmente en los meses de primavera, había quienes se dedicaban a recorrer los pueblos vendiendo las crías cuando ya comían con normalidad, después de haber estado mamando de quince a veinte días, o bien se adquirían en los mercados.

Habilitado un cubil para su crianza, se le alimentaba con comida que solía estar compuesta por patatas, nabos, berzas, ortigas, hojas de algunos árboles, hierba verde y desperdicios de la comida de la casa.

Se hacía un cocimiento y se le echaba harina de maíz o salvado en el agua, haciendo un amasijo caldoso que el cerdo tomaba caliente y en su comida más importante. Comían también maíz, castañas y bellotas sin cocer. Para cocer las verduras se solía emplear el agua de lavar la “vasa”, pues así se aprovechaba la grasa que soltaban los utensilios de la cocina al lavarlos.


Solían “caparse” durante el mes de marzo, labor que realizaba un “capador”  con el fin de que engordasen más. Se les cebaba con abundante comida y se les mantenía en cubiles de reducidas dimensiones (aproximadamente de unos cuatro metros cuadrados), para que comiendo y reduciendo su movilidad, engordasen más.

Por San Martín, 11 de noviembre, comenzaba la temporada de la matanza que duraba hasta enero o febrero; solía hacerse, generalmente, ya iniciado diciembre y, a poder ser, con luna menguante y en día que no llueva.

El día de la matanza se celebraba de un modo tradicional y como una fiesta de familia, en la que se invitaba a comer a familiares y amigos.

Por la mañana, temprano, se reunían varios hombres: el matador y los ayudantes que eran convidados con aguardiente o alguna bebida alcohólica. Entraban en el cubil y lo agarraban por las orejas, las patas y el rabo, atándole el hocico con una cuerda para que no mordiese y lo sacaban casi arrastrándolo ayudados por un gancho de hierro que le clavaban en la mandíbula inferior en medio de estridentes gruñidos. Se le acercaba hasta el sitio donde estaba preparado el “banco de matar”, que tenía las patas cortas y una largura suficiente para que entrase el animal tumbado sobre él. 


Se le tenía sin comer el día anterior para conseguir que sus intestinos estuviesen lo más limpios posibles.

Los ayudantes inmovilizaban el cerdo, sujetando fuertemente la cabeza y las patas, y el “matachín” le iba metiendo el cuchillo, poco a poco, por la parte inferior del pescuezo, sin llegar al corazón, pues entonces moriría rápidamente sin desangrarse. El cuchillo era de hoja estrecha, con la punta muy afilada y el mango de madera.

Algunos utilizaban un cuchillo especial para esta ocasión, que tenía la hoja de corte acanalada para que saliese por ella el chorro de sangre. Esta sangre se recogía en un recipiente colocado debajo de la herida donde, por lo general una mujer, iba revolviendo con un palo o cuchara de madera hasta que se enfriase, para que de esta manera no se formasen coágulos y se estropease, ya que luego había de servir para diferentes usos.


Posteriormente y ya sobre el suelo, el cerdo se chamuscaba con helechos o haces de paja para quemar las cerdas y quitarle las pezuñas de las patas. Se lavaba la piel con agua caliente y se raspaba con cuchillos o tejas hasta que quedaba bien limpia. Terminada esta faena, se volvía a colocar encima de la mesa patas arriba para proceder a abrirle.

La persona encargada de abrir el cerdo comenzaba con una incisión doble desde el pescuezo hasta el rabo, quitando una franja central, obtenida de la zona del vientre, llamada “cinta”. Después se retiraba la grasa que envolvía el vientre, denominada “unto”, y se sacaban las vísceras y los intestinos. El hígado se destinaba a la comida o cena de los invitados; el corazón, pulmones, bazo y páncreas, a ser picados, y las tripas se empleaban para hacer los embutidos.

Una vez vaciado el cerdo, se colgaba boca abajo de una cuerda atado a una viga del techo, hasta el día siguiente en que se realizaba el despiece.

El primer día, las “mondongueras” lavaban y raspaban las tripas y preparaban la masa para las morcillas de sangre y para los boronos, que se cocían en grandes calderas de cobre ese mismo día.


Las morcillas se hacían con las tripas de mayor diámetro, cortándolas a una largura conveniente y cosiéndolas con hilo gordo. La masa estaba compuesta de harina de pan, cebolla frita, grasa, orégano, clavo y perejil. En vez de harina podían llevar arroz o pan hecho de sopas y remojado. En algunos pueblos se comían ya en la cena del día, sustituyendo a los boronos.

El caldo de cocer las morcillas se aprovechaba en algunos casos  también para cocer los boronos e incluso en algunas casas para hacer la sopa.Los boronos se hacían con una masa compuesta de harina de maíz, sangre, cebolla frita, orégano, perejil, pimentón y sal. Se formaban porciones ovaladas y en el centro se introducía una pequeña cantidad de grasa cruda del cerdo, denominada “alma del borono”. Era muy tradicional repartir boronos, todavía calientes, entre familiares y vecinos y, especialmente, a los encargados de matar el  cerdo.

El segundo día se realizaba la tarea de despiece total del cerdo. Las piezas del tocino, las paletillas o brazuelos, los perniles o jamones, que se salaban y adobaban para su conservación. Igualmente, se salaban las costillas, la columna troceada, la cabeza y las patas. Los lomos se adobaban y se ponían a secar al humo de la cocina, como los embutidos, pudiendo ser conservados después metidos en manteca, como se hacía con los chorizos, cortados en rodajas. Los solomillos se podían adobar como los lomos, o se empleaban para rellenar el “pastral”, junto con los pedazos de hebras sin picar, adobado como el chorizo, y curado, igualmente, a la lumbre.

El tocino, la grasa y la carne que se destinaba a los embutidos era picado a mano o con la máquina y adobado y amasado en artesas de madera.

Se dejaba que el picado cogiese bien el adobo y se procedía a rellenar las tripas, cortadas a una largura conveniente, lo que se hacía a mano, por medio de un embudo, o a máquina. Los extremos se ataban con cuerda fina.


El chorizo se componía de carne y tocino picados, pimentón dulce o picante y ajos machacados. Este picadillo se solía comer frito en la sartén el día que se hacía. La tripa se ataba por los extremos y, además, se ataba haciendo separaciones, a una distancia conveniente, para poder luego cortar a lo largo de la pieza, sin que se deshiciese o se abriese el chorizo.

La tripa se pinchaba con una aguja o alfiler para que pudiese salir el aire que quedaba dentro. Después se colgaban en largos y fuertes palos, pendientes del techo de la cocina, para que se secasen con el calor y el humo de la lumbre. Una vez que se habían secado, se guardaban en una vasija de barro metidos en aceite (frito antes con ajo) y en grasa de cerdo. Se tapaba la boca de la vasija con un trapo sujeto con una cuerda, ya que de ese modo se conservaban mucho tiempo.

La longaniza se hacía con tripa más delgada, que se dejaba lisa, sin separaciones. Solía llevar el picado con más tocino que el chorizo.

La morcilla de año, llevaba tocino de la papada, la mitad de la “cinta” hacia el cuello, que, troceado, se amasaba con cebolla cruda y picada, pimentón, clavo, sal y sangre. Esta morcilla se gastaba en el cocido y en la fabada, dando un sabor muy especial a esta comida. Los embutidos se hacían en el segundo y tercer día.

La tradicional y antigua costumbre de la matanza del cerdo ha ido desapareciendo durante los últimos años en toda Cantabria, de tal modo, que hoy quedan muy pocas familias, solamente en determinadas comarcas, que continúan realizándola.

Hoy parece que entre la compra del producto industrial y la matanza tradicional, se abre camino una tercera vía en los pueblos; se trata de elaborar en casa el embutido propio con los ingredientes comprados en las carnicerías.


           Refranero

A todo gorrín le llega su San Martín.
Por San Martín mata el gorrín, y por San Andrés a dos o a tres.
Por San Antón, haz cantar al chon.
El que mata el chon temprano, pasa buen invierno pero mal verano.
Morcilla que se lleva el gato, tarde se vuelve a colgar.
La morcilla para ser sabrosa, picante y sosa.


            Recetario

Adobo para conservar las carnes

Para una costilla de cerdo, machacamos dos dientes de ajo y sal en un mortero. Luego añadimos media cucharada de pimentón dulce y otra cucharada de aceite y mezclamos hasta conseguir una masa homogénea con la que untamos la pieza.

Curar un jamón

En un arcón hacemos una cama de sal y en el fondo introducimos el jamón, le cubrimos de sal gorda y ponemos dos piedras pesadas encima. Al cabo de dos a seis meses, según su tamaño y lo curado que se quiera, sacamos el jamón. Lo lavamos bien y lo untamos con una mezcla de pimentón y ajo picado.

El borono

Se necesita harina de maíz y de trigo, arroz, manteca fresca, sangre de cerdo, cebolla frita, pimentón dulce, orégano, perejil y sal. Cuando se realiza la matanza, es tradición repartir entre los que han participado, los boronos. Una vez amasado todo, se cogen pequeñas porciones y se moldean con las manos, en forma de huevo pero más grandes. Dentro se pone el alma del borono que suele ser un trozo de manteca de cerdo. Se cuecen en el caldo de haber cocido las morcillas; son ricos para merendar aderezados con azúcar y también fritos en rodajas como si de morcilla se tratase.

Hacer chorizos

Con 25 grs. de sal, 25 grs. de pimentón dulce, 5 grs. de pimentón picante, 3 dientes de ajo, medio kilo de magro y medio de tocino, elaboramos los chorizos de la siguiente manera: disolvemos el pimentón y la sal con un poco de agua, picamos la carne y el tocino y le echamos la mezcla del pimentón. Se amasa todo y se deja tres días al fresco. Rellenar luego la tripa, atar, ahumar y curar.


Bibliografía

Las cosas del Candelario de Cantabria (Volumen 2) (Gráficas Imgraft).
Millar y medio de refranes para Cantabria (Ediciones Tantín).
Gran Enciclopedia de Cantabria (Editorial Cantabria).
Grabados de Victoriano Polanco (Museo de Bellas Artes de Santander).
Manual de Etnografía Cántabra (Ediciones librería Estvdio).