domingo, 18 de noviembre de 2012



                                       El último jilguero



Cada uno despide el verano como le viene en gana.  Quien escribe, en este apartado, es un tanto cursi. Dedico la última tarde a guardar en mi mirada, eso que es la memoria, el vuelo de los pájaros en mi jardín norteño. Los pájaros no tienen recuerdos, y cantan atemorizados cuando el sol se acuesta y jubilosos cuando se levanta. Esta tarde última sólo me queda el canto del miedo.

Los jilgueros se divierten volando. Lo hacen como si el aire tuviera olas.  Como los pitorreales. La melancolía del ocaso que cierra las puertas del paraíso agudiza los sentimientos. Por ahí, bajo el andamio primero del aire que hoy ocupan los jilgueros asustados, se han movido los míos, mis seres queridos. Detrás del muro, mirando al oriente, la mies verde de Ruiloba, camino hacia el barrio de la Iglesia. Y en el poniente, el monte de Peñacastillo, púlpito de Ruiseñada, a un paso del Monte Corona, donde el corzo y el jabalí se disputan las sombras de los hayedos. 

Los ánsares de La Rabia, con estos calores, han recibido la visita de los supervivientes del largo vuelo que escapa de los fríos del norte de Rusia.  Muchos de ellos cumplirán su etapa final, que se establece en las dunas y arenales de Doñana. Otros, más cómodos y cautelosos, pasarán el invierno en las rías norteñas, y un buen número de ellos aquí restarán para siempre. Se han callado los golpes secos de los bolos montañeses, el ruido de la encina derribando la frágil firmeza del abedul. Aquellos versos de Pepe Hierro, el inmenso, seco y gran poeta inolvidado: Primero los bolos.  «De pie, sobre la bolera,/ ordenados y panzudos./ Troncos de árboles desnudos/ que esperan la primavera./ Regimiento de madera,/ ¿no oís que la bomba estalla?/ Sin saliros de la raya,/ ¿es que aguardáis a que toque/ su cornetín el emboque/ para entrar en la batalla?».

Y la bola, después.  «La bomba redonda, baja/ de no sé qué avión lejano./ ¿Fue un avión, o fue una mano/ quien la ha lanzado a la caja?/ Al birlar, la bola raja,/ el roble zumba. Resuena/ un xilófono. Se llena/ la tarde de ojos abiertos./ El niño pone los muertos / nuevamente en pie, en la arena».

Anuncian vientos fuertes, nortazos y galernas. Pero yo estoy viendo, en mi tarde de despedida, un cielo repleto de diferentes azules, más fuertes los que vuelan sobre la mar que los estancados entre las montañas. Es lunes de maíz y de heno, de redes y aparejos. Los castaños anuncian con sus enormes erizos de púas verdes que el otoño está a un paso. Bolas de mil espadas que caen cuando el fruto madura.  Se redondea de prepotencia un milano sobre un robledal vencido por los eucaliptos. 

 Los nogales humillan sus ramas por el peso de las nueces, y empiezan las ardillas rojas a subir y bajar por sus troncos desgastados. Mi nogal se muere, pero aún con frutos y con ardillas. Una muerte envidiable.  Así que el último rayo de sol de mi última tarde me deja ver el vuelo de mi último jilguero. Todo se ultima, todo se acaba.  Mañana estallará de nuevo la alegría en mi pequeño reino de cuatro pasos, pero lo hará con la nostalgia de mi ausencia. Pero me doy por afortunado y bendecido por ese Dios que cubre y custodia mi valle de los laureles, desde la casa de Su Madre, la Virgen de los Remedios, que cuida de sus gentes y sus jilgueros.

Alfonso Ussía

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