La Virgen de los Remedios (I)
Todos los tolanos mantenemos vivo en nuestra memoria el relato que cuenta como la imagen de la Virgen de los Remedios arribó a nuestra costa y los avatares y circunstancias en que lo hizo, así como el porqué de su primitivo emplazamiento y su posterior traslado al paraje que ahora ocupa, de todos conocido.
Portada de un libro de Jesús Cancio, con su imagen.
Lo que posiblemente no todos sabíamos es que el relato de dicho acontecimiento lo realiza Jesús Cancio en el libro "Del solar y de la Raza", que escribió conjuntamente con Adriano García Lomas, en el que, en el capítulo 5, describe magistralmente con el estilo que le caracterizaba este suceso, dotando al mismo de un carácter que llega al punto de hacerlo verosímil para sus devotos.
. Portada del libro editado en 1928.
Es el que se transcribe a continuación:
"La
tradición no puede ser más bella, ni puede estar rodeada de una emoción
marinera de mayor intensidad. Hace ya muchos, muchísimos años, y en una noche
de invierno helada y muda como una tumba, navegaba rumbo al este una fragata
irlandesa frente a la costa de Fuentefría, aprisionando apenas entre sus lonas
las indolentes ráfagas del terral, y meciéndose a su impulso con lentitud
solemne y majestuosa en el vaivén del nido de las algas. De pronto, apagose de
racha en racha el quedado respiro de la brisa, y se cernió sobre la muerta
naturaleza esa calma magnífica que precede a las galernas espantosas. Aquella
calma, se tradujo en tempestad de muerte para el apuesto capitán, quien, al
decir de la leyenda, era un mozo rubio, alto y fornido como un trinquete, decidido
y valiente como un jabato, y punto menos prendado sin duda de su navío que de
la linda dueña de sus amores que a su bordo por vez primera conducía. No había
capeado jamás el joven marino la bravura indomable del Cantábrico, y en su
pecho sereno y vigoroso latió por unos instantes la zozobra febril de lo
desconocido.
Dominando
la alta cumbre vecina apareció por el sudoeste un nubarrón inmenso, que
enfureció más y más la maciza sombra de la noche, partida a poco en dos por la
nerviosa claridad de un rayo, al que sucedió sin la menor tardanza el rugido
lejano y pavoroso de un trueno gigantesco. Dejáronse sentir las primeras
palpitaciones, los confusos aleteos de un aire húmedo y frío, de un frío de
muerte, y el presentimiento cruel de la tragedia trazó un gesto de asombro en
los rostros exóticos de los que tripulaban la histórica fragata, la que,
aprovechando los primeros balbuceos del vendaval, cerró el timón a babor
pausadamente, cayó hacia el norte hasta recibir de través las sacudidas a cada
instante más vigorosas de la galerna, comenzó a dar bandazos descomunales, que
hicieron rechinar con espanto su esbelta y complicada arboladura, permaneció un
momento indecisa, como dominada por un temor indescriptible, inició al fin la
virada hacia el oeste, hasta lograr entre grandes cabeceos poner la armura de
babor al viento, cazó la botavara al medio, tensó rápidamente las escotas de
los foques, arrió los juanetes, aferró los velachos, cargó, en suma, cuanto
aparejo pudiera estorbarle para la defensa, y tras de horribles pantocazos,
cuyos ecos pavorosos helaban en ocasiones el corazón de los infortunados
marinos, se balanceó sobre el temblor cada vez más intenso de los mares, con
arrogancia viril y retadora.
Momentos
más tarde, era toda la mar un torbellino, y en tanto la fragata, presa de un
vértigo horrible, se tambaleaba en la encrespadura gigantesca y en la profunda
sima de las aguas, las salvajes convulsiones del desencadenado temporal, como
sirenas de maldición, como alaridos del Genio del mal, como marchas triunfales
de la mortandad más espantosa, como reptiles monstruosos de sacrílegos
presagios, bramaban y se retorcían entre las jarcias, y entre los pliegues cada
vez más pronunciados del oleaje, y corrían, corrían alocadas a estrellarse
contra los recios acantilados de la costa, cuyas raíces parecían estremecerse a
los azotes durísimos, a los zarpazos sin cuento de las alborotadas espumas. Una
ola soberbia, magnífica, un maretazo descomunal y preñado de cuantos sones de
exterminio fueron sobre la tierra, abordó súbitamente la espaciosa cubierta del
majestuoso navío, y lanzándole en vertiginosa deriva contra los vivos escollos
cercanos, desguarnió con estrépito sus cuadernas, hizo saltar hecho trizas su
aparejo, y arrebató de él a sus consternados tripulantes, la mayor parte de los
cuales desaparecieron para siempre entre la masa informe de jarcias y de
espumas, de lonas y de astillas. Los ayes de desolación del capitán y de la
linda dueña de sus amores, apagaban de vez en vez el sonoro rodar de la
tormenta y se adentraban en las cavernas sombrías de la costa solitaria, entre
cuyos repliegues, agonizaba, al fin, el empuje brutal de la resaca, tras un
sollozo, lento, agudo y palpitante.
Mar embravecido en la ensenada de Fonfría, escenario del naufragio.
Todo
sabía a dolor y a pesadumbre en aquella noche trágica; y cuando los dos
enamorados tenían perdida toda esperanza de redención, cuando confundidos en un
abrazo supremo se sentían desfallecer entre el fragor a cada instante más
impetuoso de las aguas, una mano invisible y providencial, condujo hasta las
suyas un modelado trozo de madera, asidos al cual, lograron arribar de tumbo en
tumbo a la anhelada orilla. Aquella tabla de salvación, era una talla finísima
de la Virgen del Remedio, que desde hacía varios años presidía la paz del
camarote del apuesto capitán, a quien movió tanto a gratitud el milagro que con
él y con la hermosa dama de sus predilecciones se había dignado obrar la
venerada Imagen, que, apenas se repuso de la tremenda impresión padecida
durante el naufragio, erigióla un altar, que levantó por sus propias manos y en
el recodo mismo de la costa en que la Santa le librara de la muerte más cierta
y temida, de la más lenta y cruel de las agonías, un altar tan sencillo y tan
recio como su fe inquebrantable de cristiano, pues que a falta de material más
a propósito, empleó en su construcción los deformados pedruscos que la mar en
su bárbara pelea había logrado arrancar de tarde en cuando de los indomables
cantiles ribereños.
Imagen original de Nuestra Señora de los Remedios.
Desde
entonces, fue la legendaria Virgen marinera, norte seguro y faro luminoso de
los navegantes de todos los caminos, y tantos y tan señalados favores dispensó
a sus devotos, que la fama de su soberano poder se extendió de día en día, y en
tal manera, que llevó hasta su ingenuo Santuario multitud de peregrinos de los
más apartados lugares, y dio origen a que los habitantes de Ruiloba, llenos de
cristiano orgullo, consagrasen a la preciada escultura, la fastuosa capilla que
hoy se yergue majestuosa sobre el pintoresco altozano de “la Marina”; y de
entonces debe datar, sin duda, también, el siguiente piadoso glosario, que con
tanta unción repetían antaño los naturales del Valle de Alfoz de Lloredo en
horas de incertidumbre y desesperanza:
¡Santa
Virgen del Remedio,
Reina de los navegantes,
Madre de Misericordia,
Dios te salve!
Consuelo de los que gimen
en
este apartado valle,
Lucero de la mañana,
Faro de los caminantes,
sostén de los pecadores
y
alivio de nuestros males…
¡Santa Virgen del Remedio,
Dios te salve!
Si
las olas se enfurecen
y
nuestras lanchas se abaten,
¡Santa Virgen del Remedio,
Dios te salve!
Si
lo mismo en la baera
que en las más foranas mares,
abayonamos la proa
huyendo de tempestades,
¡Santa
Virgen del Remedio,
Dios te salve!
Si
con la calma más chicha
se
apaila nuestro velamen,
si
no abracamos la pesca
que mitiga nuestras hambres.
¡Tu nos sacas, Virgen Santa,
de
esta vida miserable!
El
rumor de nuestras quillas,
el
gurrir de nuestras naves,
dice siempre Dulce Reina,
Dios te salve
¡Santa Virgen del Remedio,
Reina y Madre,
vuelve hacia nos los tus ojos,
mitiga nuestros pesares,
y haznos lograr las promesas
que Dios hizo a los mortales!
¡Santa Virgen del Remedio,
Dios te Salve!
No
hace aún muchos años, y entre otras piadosas costumbres de análogo
estilo, existía entre los pescadores de Comillas, la de entonar devotamente una
Salve a la Virgen del Remedio al atravesar por primera vez la barra a cada
cambio de costera, y si era esta última la denominada del besugo, época en que
las embarcaciones solían hacerse a la mar en plena noche, la clásica oración
pronunciada en aquella vasta y sombría soledad por aquellos hombres
corpulentísimos del más recio temple y de la más adusta lámina, tenía todo el
valor de un canto de epopeya".