Los Santucos
Tiene
la Montaña una nota de misticismo y de reciedumbre, de majeza y de piedad, de
despecho y de esperanza, que no recuerdo haber visto, idéntica, en ninguna
región de España.
Tal
es lo que allí, con frase muy gráfica, muy montañesa, llaman “Santucos”.
Son
estos a manera de capillitas muy rudas,
excesivamente primitivas, de piedra y barro, en el fondo de la cuales hay
dibujado, y otras veces en relieve, algún Cristo expirante y mortificado.
En
los laterales del "Santuco" -como en las cuevas de las épocas
geológicas- el arte popular ha grabado multitud de inscripciones, amorosas
unas, devotas otras, románticas las más, que encierran en su fondo, siempre
sentimental, un poema de amor, una tragedia de familia, una desgracia popular.
Otras
veces, el pincel del pueblo -siempre chispeante y satírico- ha murado graciosas
y atrevidas figuras que dicen con más vigor, con más viva plasticidad, la
escena, el hecho que se ha querido inmortalizar.
Un día de lluvia montañesa, caladora y fina,
los "Santucos" ofrecen al viandante un cuadro de pintoresco
abigarramiento.
Bajo
su techado se cobijan la mozuela de mejillas como las manzanas y el zagal de
boina encajada y almadreñas chapoteantes; la recadista que dice versos desarrapados y el
carretero que ondula la copleja melancólica; la vieja que lleva en su canasta
vituallas para yantar y el campero que empuña la guadaña segadora.
También
se encuentra muchas veces, al lado de la chiquillería mal vestida y bullidora,
al montañés de raza con bigotes altivos, frente fruncida y mirar indolente; y
no es raro observar entre pescadores y gentes de mar, escuálido y reseco, al
clérigo bienaventurado de cara redonda, vientre abultado y zancas de alambre.
He
observado muchas veces estas capillitas cobíjadoras.
He
penetrado dentro de ellas, y siempre encontré algo que hería el corazón, que
hacía vibrar el alma; una esperanza perdida o una esperanza que prometía
horizontes de azul…
Un
día sin sol, de tonos grises, paseaba por entre los prados que constituyen el
feudo de uno de los pueblecitos más coquetones que tiene la Montaña.
Eran
las inmediaciones de Ruiloba.
La
carretera que enlaza a Comillas con Santander deja a este pueblecito, añorador
y aristócrata, como a un kilómetro de su serpenteo blanquecino.
Para
llegar a él se abren, sobre el tapiz esmeralda de sus prados, misteriosos
senderos culebreantes y un camino de polvo rojo flanqueado casi siempre por maizales.
Como
al recodo del camino, y casi a la sombra de un pinar que se levanta un poco más
lejos, hay un "Santuco" de venerable tradición.
Lo
dicen las inscripciones allí grabadas, las pinturas esculpidas, el Cristo
mortificado y expirante que abre sus brazos desencajados en el muro central; lo
dicen las gentes del pueblo, que sólo penetran en él en casos parecidos al que
dio tema a la leyenda.
Por
eso, al ver hoy dentro de él a una mujer esbelta, pálida, de perfil cincelado,
pero con el ademán triste y lacerante de la estatua del dolor, con un pequeño,
como de leche y azucenas, de la mano, no he podido refrenar mi curiosidad y mi
afán por lo misterioso; y sin parar mientes en lo que hacía, enderecé mis pasos
hacia el "Santuco".
La
alfombra de matiz verde que perpetuamente endominga el suelo montañés, prohibió
que mis pasos dejaran escapar su eco vacío y que, por tanto, la mujer pálida
sintiera mi acercamiento.
Cuando
ya estaba como a dos pasos, oí que recitaba, que decía con el alma esta
estrofa:
"Tu
dolor, Señor, me alienta
en
la bárbara agonía de mi tétrico dolor.
¡Tú
sufriste por mi amor la más horrible y dura afrenta;
mi
vergüenza y desamparo yo las sufro por tu amor!"
La
estrofa sagrada, dicha con tanta unción, con una pena y amor tan hondos, hízome
retroceder y refrenar mi curiosidad.
No;
no debía violar aquella expansión de amargura y de aliento, de resignación y de
protesta, de amores muertos y de un amor que revivía…
Porque
aquella mujer volcaba su alma, como un ánfora rota, por el cauce doloroso de
aquellos versos.
Aquella
mujer había amado locamente, y el ave de su amor, lanzando un vuelo por la
llanura de plata bruñida del Cantábrico, la había abandonado.
Aquella
mujer había amado su espléndida tierra andaluza para seguir a un hombre del Norte,
frío, veleidoso, indolente, que mientras sintió en su alma el fuego y la
lujuria del paisaje malagueño, la había amado con ímpetus, con violencias, con
fatigas, como aman los varones de Andalucía; pero que al llegar a la Montaña
con el fruto de sus trabajos y el patrimonio de su mujer, al sentir de nuevo
sobre su carne la lluvia caladora, pertinaz, tediosa, que continuamente chorrea
el cielo de Cantabria; al respirar el ambiente cargado de tristezas de su pueblecito,
al ver su monotonía, su escaso movimiento, su alma se había enfriado, sus
ímpetus se habían extinguido, su amor había fracasado.
Ya
no le interesaba ni la mujer de ojos profundos, carne florida y alma de
ruiseñor, ni el chiquitín de melena rubia, ojillos pillines y lengüita
dicharachera del más exquisito sabor andaluz.
Una
venda fatal había ocultado a sus ojos la serenidad y belleza de un hogar donde
hay mucho pan que yantar, mucho amor que sentir y un hijo precioso por quien
mirar.
Un
horizonte de intensos colores cárdenos, de lujuriosas floraciones vivas, había
venido a suplantar aquellos amores serenos de familia.
Cuando
él contaba veinte años, antes de conquistar en Málaga aquella fortuna que
poseía y aquella mujer -que era una fortuna inmensamente más valiosa- había
trabajado en América, y allí había gustado una vida rota, sin diques, de la más
cruda inmoralidad.
Pero
aquellos días de placeres mercados fueron breves; manejaba poco dinero, y aquel
vivir, para refinarlo más, para darle estabilidad, para sacarle todo el jugo,
requería una fortuna.
Y
ahora que la tuvo, allá se lanzó, dejando a su mujer y a su chiquitín en el más
desolador de los abandonos...
Por
eso decía ella en la estrofa sagrada: "Mi vergüenza y desamparo. . .
"
¡Su
vergüenza! Si. ¡Y qué terrible y qué lacerante y qué irremediable!
En
el pueblo era aún casi desconocida; en su casa la maldijeron cuando se decidió
a seguir al hombre del Norte, del que ya se había descubierto algunas páginas
no tan limpias.
¡Qué
vergüenza cuando sus padres, cuando sus hermanos, cuando sus amigas supieran
esta decepción…!
¡Su
abandono! Sí. ¡Y qué desconcertante y que injurioso!
¿Quién
la iba a amparar? Quién iba a administrar sus bienes? ¿Quién a ponerla a salvo
de que cualquier otro hombre la codiciara al verla tan hermosa?
Yo
encontré a la mujer pálida en el "Santuco".
¿Pero
quién la había llevado allí?
¿Por
qué visitaba el lugar embrujado, casi taumaturgo, a una hora en que apenas
podía ser vista por nadie?
¿Por
qué se recataba de cualquiera mirada imprudente que pretendiera seguirla?
Con
el aguijón de estas preguntas, mi curiosidad empezó a espolearse de nuevo.
Y
pensando que alguien pudiera saciar mi afán de penetrar en el misterio de la
mujer pálida, me encaminé hacia el pueblecito.
La
tarde, ya plenamente desmayada, iba rodeando de sortilegio mi curiosa aventura.
El
sendero acentuaba su quietud. El camino -aun sin un estímulo como el que a mí
me llevaba- era de por sí delicioso. Lo hubiera recorrido casi sin sentir si
algo no me obligara a hacer alto de repente. Era un hombre que con el acento
montañés de la mejor estirpe dióme las buenas tardes.
Pasaba
de los setenta años. Pero su fibra debió ser más dura y robusta que la de las
cajigas.
Hoy,
a pesar de su edad, conservaba mucho de aquella dureza y reciedumbre.
Pronto encendimos un diálogo confidencial. Mi
curiosidad se alborotaba por momentos. . .; y ya no tuve paciencia para encubrirle el objeto
que me había puesto en aquel camino.
El
hombre de fibra de roble me miró unos instantes. Después dijo con solemnidad:
Yo
he sido quien ha llevado a esa mujer al "Santuco del Infortunío". A
esperarla vengo.
¿Le
extraña? Escúcheme. Hace veinticinco años, otra mujer tan hermosa y tan digna
de ser amada como esa que usted ha visto, quedóse cruelmente abandonada del
hombre que la hirió el corazón. A nadie comunicó su tragedia.
Todo
el mundo creía -así lo decía ella- que su marido había partido a la Argentina a
recoger unos intereses que dejara en la ciudad del Plata, en la que estuvo de
jovenzuelo.
Sólo
el Cristo mortificado y expirante que está en el "Santuco" sabía su
desconsuelo. Allí iba todos los días, y rezaba y lloraba y pedía la vuelta de
su traidor.
Allí vio que un día el Cristo quería mostrársele
benigno. Allí, finalmente, supo -dicen que milagrosamente- la arribada del
bajel de su amor.
Ese
bajel -ya roto y maltrecho- soy yo. Ella -su recuerdo no ha dejado un momento
de iluminarme- sobrevivió poco tiempo a tan gozosa efemérides.
Ahora
comprenderá usted porque he llevado al "Santuco del Infortunio" a
esta mujer abandonada.
¿Y
la estrofa sagrada? -me atreví a preguntar al hombre de fibra de roble, después
de aquella confesión sincera.
La
estrofa sagrada –dijo- la grabó en el "Santuco" la primera mujer
abandonada. Hoy la repite otra con la misma fe, con la misma esperanza, con
idéntico amor; con ese amor que es todo caridad para con el enemigo, para con
el traidor, para con el infiel…
Y al decir infiel bajó mucho la voz para que
la brisa no jugara con esta palabra en los oídos de la mujer pálida que se
acercaba...
2 de Mayo de 1931
J. V. Pérez de Valero